contra la transferencia II.
Querido C., te agradezco antes que nada la
difusión de lo que escribí en torno a la cuestión del sujeto. En cualquier
circunstancia, creo, es beneficioso hacer público lo que uno piensa y atender a
los efectos que induce, sean los que fueren y en los planos que fueren. Eso
puede enseñar: por un lado en torno a la cuestión misma que ocasionalmente se
discute, por otro, al hecho mismo de la discusión, a los tonos y los modos que
adopta, porque revelan, también éstos, discursos. Digo discursos y no la
particularidad de las personas a las que afectan. Esto me interesa poco porque
no lleva lejos.
Me sorprendió mucho Foucault cuando les
dice a los muchachos de Miller – llamémoslos así, con humor pero sin
(demasiada) malicia – en el momento en
que están hostigándolo por su Historia de
la sexualidad: “no me gusta polemizar”. ¡Justo él que dijera una cosa así!
Quizá estaba un poco harto. Pero quizá también, pensara que hay en la polémica
un obstáculo que es el mismo que el de la intersubjetividad. Quiero decir, no
el amor, sino un modo del amor que la intersubjetividad recrea inevitablemente
pues está hecha de eso.
Leíamos hace poco en Blanchot su referencia
- es decir, su estar referido - a la amistad. Un lazo, dice por ahí – aunque no
creo que diga “lazo” – que, precisamente, no entraña la proximidad ni la
práctica de las confidencias, de las complicidades. Proximidad en todo caso de
lo inconmensurable, no reciprocidad. Se trata sin duda de otro amor, de un
efecto, también él, fugaz, cuya repetición produzca quizá una ilusión de
permanencia aunque sabemos que lo que repite no es lo mismo.
Me interesó mucho un pasaje de nuestra última reunión de los viernes, a propósito de
la transferencia. Lo retomo. En el significante que representa a un sujeto para
otro significante, preguntaba yo: ¿dónde está la transferencia? Y me respondía
– antes que respondiera A. –: la transferencia es al significante, como lo es
al discurso. Pero, me corregiría ahora: ¿no es mejor decir que la transferencia
es del significante, el que al fin y
al cabo es quien representa al sujeto, el que hace el gasto, por así decir?
Esto permitiría decir que las transferencias, como los amores en los que – como
es sabido – cabe incluir los odios, rechazos y demás epifenómenos, son siempre
efectos de discursos. Sí, además del de Barthes, hay discursos amorosos, lo
cual no es una afirmación romántica (ni un elogio a ningún discurso por
“amoroso”) sino más bien lo contrario.
Voy a la respuesta de A., que es, me
parece, la respuesta más clásica, en la que de hecho nos movemos habitualmente:
la transferencia es al analista en tanto significante privilegiado, lo que
llamamos significante de la transferencia. Pero hay allí –retomo la
argumentación de aquél momento – un estatuto del significante que ya no es el
mismo, y del sujeto, que tampoco es el mismo porque se trata de otra
temporalidad que es la de la permanencia.
Y también aquí, la transferencia, ésta
transferencia, va del significante al sujeto y también aquí es efecto de
discurso.
Solemos argumentar que esta transferencia
es la condición para que un análisis tenga lugar. Y no estamos lejos de lo que
a veces se llama “transferencia imaginaria” que rápidamente le imputamos al
analizante. Y bien, no. Es el significante analista el que induce esta
transferencia del mismo modo que el deseo del analista sostiene la
transferencia y el acto analíticos. Y el significante analista, también él
efecto de discurso, lo es de los discursos que efectivamente circulan,
funcionan, dominan. El significante analista se ofrece “activamente” al
neurótico. Y se ofrece desde un discurso que no podría no ser afín al discurso
de la neurosis. La oferta como siempre crea la demanda, hace relación, es
solidaria y como tales intercambian continuamente sus lugares: la oferta es
siempre una demanda y recíprocamente.
¿Es esto inevitable? Sin duda forma parte
de lo posible. La oferta psicoanalítica forma parte de un fenómeno más amplio
que es la conformación del saber psicoanalítico como práctica profesional.
Foucault le llamó con dureza, actividad comercial. No sé si hablar de práctica
profesional es más o menos duro, pero sí más preciso. Primero, porque
históricamente es de ella o por lo menos en
ella, que ha surgido la práctica del análisis, pero además porque se
estableció, mayoritariamente, como tal, aunque con una serie de características
particulares, con algunas variaciones en tiempos y lugares. El psicoanálisis
que se quiso extraterritorial, se territorializó como diría Deleuze, de hecho
fuertemente, en sus instituciones, en sus dispositivos, en sus rutinas. Se
medicalizó incluso y retomó el modelo de la grilla diagnóstica de la
psiquiatría.
En fin, no voy a hacer la historia de lo
que todo el mundo conoce y que está ya ampliamente descrita. Quizá se ha hablado
menos del modo que se afianzó en el saber psicoanalítico, de una vocación por
el establecimiento en todas las
vertientes del término, no sólo de los textos, como gustan decir los franceses,
sino de un saber seguro, resguardado de las amenazas disolventes. Y
ciertamente, establecimiento de los analistas, empezando por el AE (Analista Establecido)
o del todavía Medianamente establecido, sucesores del Didacta ya
convenientemente escrachado en su momento.
Cuando hablamos de transferencia y de
suposición de saber, esa transferencia y esa suposición no es sin todo ello.
Están moldeados en ello, sin desconocer las singularidades que toma en cada
caso. No es que la persona llega con “la idea neurótica” de lo que es un
análisis o un analista, llega con las ideas y las promesas que difunden no sólo
los medios de vulgarización sino el discurso ya vulgarizado de los mismos
psicoanalistas.
En fin, es más que dudoso que todo esto sea
necesario para empezar un análisis que después se convertiría en un “verdadero
análisis”.
El elogio en general a las coordenadas
imaginarias, a lo “inevitable de lo imaginario”, la idea – inobjetable por otra
parte – de que el discurso analítico funciona en los resquicios, emerge en las
grietas de otros discursos, ha servido para todo, y sobre todo, para promover
lo “inevitable” porque también es indispensable. Una vez alguien llegó a
argumentar que había que conservar la institución psicoanalítica porque sino
“nos quedaríamos sin síntoma en la extensión”.
La idea misma de un análisis como una
progresión, aun cuando la progresión sea una regresión, implica una linealidad
que es ajena al inconsciente y una supuesta temporalidad que se imagina a sí
misma por encima de la temporalidad pulsátil e imprevisible del inconsciente.
La mira desde arriba, la formula, la comprende, la juzga luminosa en el mismo
acto que se atribuye la facultad de fijarle sus límites y neutralizarla. Es esa
intemporalidad, correlativa del fantasma, la que supone un sujeto que
progresaría con ella. Y todo el dispositivo, y el encuadre y el contrato, que
sobreviven aunque no convenga nombrarlos, permanecen ahí para que lo
fragmentario, contingente, impredecible del análisis, se amortigüen dentro de
los carriles seguros de la “cura”.
Para decirlo en otros términos: son esas coordenadas
las que permiten hacer del análisis - una práctica sin valor - un producto
comercializable.
Hay una doble tenaza, las dos invisibles
pero por razones opuestas: la del psicoanálisis como profesión, tan brutalmente
presente como la carta robada. Y la
otra, que llamaría epistémica: se cree que se puede hablar de cualquier cosa de
cualquier modo, aunque en verdad siempre es el mismo (y los resultados están a la vista): se
pretende que la experiencia necesita de razones no sólo para validarla sino para
acomodarla y darle su lugar. Para regularla. Es la ilusión iluminista valga la
consonancia.
Esa ilusión es la misma que cree captar la
experiencia con el concepto. De ahí hay sólo un paso para arrogarse el legislar
sobre ella, autorizarla o desautorizarla, reconocerla o negarla según se ajuste
o no al canon.
Hace tiempo ya que Foucault denunció esa
vía que tomó la filosofía o tal vez sería más ajustado decir el filósofo, en
occidente al menos, de un discurrir que no juzgó ya necesaria alguna proximidad
con la verdad, con los efectos y exigencias que eso conlleva. La verdad terminó
teniendo mala prensa en los medios lacanianos. En algunos particularmente.
Demasiada verdad melancoliza, tapona el deseo, es algo poco funcional para los
tiempos que corren. Es más práctico recurrir sin demora a la representación y
si ella está “formalizada” tanto mejor. Así, la extensión, de la que podría
esperarse que fuera la continuación de la experiencia – por otros medios tal
vez –, se ha vuelto su representación, y en el sentido más pobre también: su
explicación, su justificación, su validación, como si aquella las precisara. Y
así se habla, entonces: como doctores, o como profesores o conferencistas. Sin
arte (seguramente eso no es para cualquiera) pero salvo rarezas, ni siquiera
con humor.
Sin duda mis comentarios sobre el sujeto
son, como me lo sugeriste, un tanto sesgados o aún extremistas (¿traduzco
extremistamente tu “in extremis”?). Lo son deliberadamente. Procuro ser tan
poco riguroso como me sea posible. Pero, aparte de eso, me parece que hacer foco en el discurso puede
– en el psicoanálisis, en este momento – abrir más camino y desalienta esa
pendiente de enti y ontificación del sujeto que siempre parece adelantársenos.
También, hablar de la experiencia quizá
pueda propiciar un hablar que sea experiencia y eso pueda enseñarnos algo del
sujeto porque la experiencia es – como el tango enseña – experiencia de no ser.
Del dolor y también la liberación de ya no ser.
Aunque proponer temas a la discusión, a la conversación, tal vez sea inevitable, deriva demasiado a menudo hacia
la disputa al estilo damas/ caballeros,
aún sentados del mismo lado de la ventanilla y por más caballeros (y
caballeras) que nos queramos. Conversar de no importa qué, como sugería el
venerable maestro, permite mejor perderse, y aunque per(der)se no es garantía
de nada, puede ser la ocasión de encontrar algo.
En fin, un abrazo, n.
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