sábado, 30 de noviembre de 2013

correos XXII la experiencia y el tiempo. bataille

Bueno, sigo con estos temas: experiencia, transferencia, intensión y extensión, la temporalidad del análisis. Les mando unas líneas y unos citas de Bataille que vienen a cuento. 
Cada vez más creo que la cuestión de la  transferencia y el análisis hay que centrarla en relación al tiempo.
 Las ideas del análisis como proceso o progreso, las tipificaciones de los “comienzos” y los “finales”, incluida la célebre comparación de Freud con la partida de ajedrez, entrañan especulaciones sobre la experiencia que inevitablemente la sofocan y la distorsionan.
 De hecho, son efectos – en el peor sentido – de la  transferencia. Concesiones, por así decir, a la transferencia.
Las promesas del análisis – o del analista – conforman un espectro muy amplio. Son a veces “clínicas”: de “curación” de la  neurosis o los síntomas o la angustia. No suelen ser explícitas. Se deslizan sutil o más bien disimuladamente, o están implícitas en las intervenciones del analista que, a veces, ni siquiera las advierte. En la extensión se formulan con todas las letras y están dirigidas a la “comunidad”. Otras promesas, ya más “psicoanalíticas” como travesía del fantasma, “pase a analista”, “destitución subjetiva” o la que fuere, están dirigidas a la clientela potencial de la  “formación”. Todas, desde las más obscenas a las más discretas, instalan un teleologismo que es desde el inicio una resistencia cerrada al análisis.
 La experiencia no tiene objetivos ni fines que la antecedan ni criterios que la evalúen o la autoricen por fuera o por encima de ella. Todos ellos: fines, objetivos, valoraciones, autorizaciones son términos que se derivan de la  misma transferencia, es decir, de la neurosis.
 Aquí van los comentarios de Bataille. Son de  “La experiencia interior”. Son un poco extensos pero me pareció que venían muy a cuento y valen la pena:

 “Las presuposiciones dogmáticas han dado límites indebidos a la experiencia: el que ya sabe no puede ir más allá de un horizonte conocido.
 He querido que la experiencia condujese a donde ella misma llevase, no llevarla a algún fin dado de antemano. Y adelanto que no lleva a ningún puerto (sino a un lugar de perdición, de sinsentido). He querido que el no saber fuese su principio… Esta experiencia nacida del no saber permanece en él decididamente. No es inefable, no se la traiciona si se habla de ella, pero, a las preguntas del saber, hurta al espíritu incluso las respuestas que aún tenía. La experiencia no revela nada, y no puede ni fundar la creencia ni partir de ella.
 La experiencia es la puesta en cuestión (puesta a prueba), en la fiebre y en la angustia, de lo que un hombre sabe por el hecho de existir.
 La experiencia interior, no pudiendo tener su principio ni en un dogma (actitud moral) ni en la ciencia (el saber no puede ser ni su fin ni su origen) ni en la búsqueda de estados enriquecedores (actitud estética, experimental) no puede tener otra preocupación ni otro fin que ella misma. Abriéndome a la experiencia interior, he planteado de este modo su valor, su autoridad. De ahora en adelante, no puedo tener otro valor ni otra autoridad. Valor, autoridad, implican el rigor de un método, la existencia de una comunidad.
 Llamo experiencia a un viaje hasta el límite de lo posible para el hombre. Cada cual puede no hacer ese viaje, pero si lo hace, esto supone que niega las autoridades y los valores existentes, que limitan lo posible. Por el hecho de ser negación de otros valores, de otras autoridades, la experiencia que tiene existencia positiva llega a ser ella misma, el valor y la autoridad…
 Siempre la experiencia interior tuvo otros fines que ella misma, en los que se colocaba el valor y la autoridad. Dios, … la supresión del dolor, … el conocimiento. Pero en el caso de que [estas cosas] dejen de ser fines convincentes… ¿deberá parecerme vacía la experiencia interior, imposible a partir de ahora al carecer de razón de ser?... la ausencia de una respuesta … acaba por dejarme un gran malestar… Recibí la respuesta de otro. Planteé la pregunta ante varios amigos, dejando ver en parte mi zozobra: uno de ellos [Una nota al pie confía que el tal amigo era Blanchot] enunció simplemente este principio: la experiencia misma es la autoridad.
 Esta respuesta me apaciguó, dejándome apenas un residuo de angustia como la cicatriz de una herida que tarda en cerrarse.
 … Ir hasta el límite significa que el límite que es el conocimiento como fin, sea franqueado.
 Es preciso captar el sentido desde dentro. [Estos  enunciados] no son demostrables lógicamente. Es preciso vivir la experiencia, no es accesible fácilmente e incluso, considerada desde afuera por la inteligencia, es preciso ver en ella un conjunto de operaciones distintas, intelectuales, estéticas, morales.
 Sólo los medios pobres, los más pobres, tienen la virtud de operar la ruptura. Los medios ricos tienen demasiado sentido, se interponen entre nosotros y lo desconocido como objetos buscados por sí mismos.
 Existe afinidad entre, por una parte la ausencia de cuidados, la generosidad, la necesidad de retar a la muerte, el amor tumultuoso, la ingenuidad amenazadora y por otra parte la voluntad de llegar a ser presa de lo desconocido. En ambos casos, la misma necesidad de aventura ilimitada, el mismo horror por el cálculo, por el proyecto (rostros arrugados, prematuramente envejecidos de los burgueses y su prudencia)

Contra la ascética
 Se alcanza el punto extremo con la plenitud de los medios; es preciso hallarse rebosantes, sin ignorar ninguna audacia. Mi principio contra la ascética es que el punto extremo es accesible por exceso, no por defecto.
 No niego que la ascética sea favorable a la experiencia. Es un medio seguro de desligarse de los objetos: es matar el deseo que une al objeto. Pero es justamente hacer de la  experiencia un objeto. Por la ascética, la experiencia se condena a tomar un valor de objeto positivo…. En la ascética el valor no puede ser la sola experiencia, independientemente del placer o el sufrimiento, es siempre una beatitud, una liberación, que trabajamos para procurarnos. La experiencia en el punto extremo de lo posible exige, sin embargo, una renuncia: dejar de querer serlo todo, cuando la ascética, en ese sentido ordinario es justamente el signo de la  pretensión de llegar a serlo todo.
 Es dudoso si la salvación es objeto de una fe verdadera o si no es más que una comodidad que permite dar a la vida espiritual la forma de un proyecto. [habría que interpelar las especulaciones sobre el fin del análisis en conexión con  esta  perspectiva de salvación]
 Sin la noche, nadie tendría que decidir, sino, en una luz falsa, qué padecer. La decisión es lo que nace ante lo peor y lo supera. Es la esencia del coraje, del corazón, del ser mismo. Y es lo inverso del proyecto (quiere que se renuncie al aplazamiento, que se decida de inmediato, jugándoselo todo: las consecuencias importan secundariamente.
 Hay un secreto en la decisión, el más íntimo, que se encuentra a lo último, en la noche, en la angustia (a la que la decisión pone fin) Pero ni la noche ni la decisión son medios; en forma alguna la noche es un medio de la  decisión: la noche existe por sí misma o no existe.”
En fin, decisión – acto, experiencia – y proyecto – promesa, ideal – suponen dos temporalidades y tal vez dos modos de lazo social. Y hasta, quizás permitan distinguir la posición atea de la religiosa.
 Pueden parecer afirmaciones intemperantes las de Bataille pero son más próximas a la verdad que la ecuanimidad desesperada del especialista (R. Musil dixit en “El hombre sin atributos”).
 Saludos cordiales, n.

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domingo, 17 de noviembre de 2013

correos XXI contra la transferencia II



Querido C., te agradezco antes que nada la difusión de lo que escribí en torno a la cuestión del sujeto. En cualquier circunstancia, creo, es beneficioso hacer público lo que uno piensa y atender a los efectos que induce, sean los que fueren y en los planos que fueren. Eso puede enseñar: por un lado en torno a la cuestión misma que ocasionalmente se discute, por otro, al hecho mismo de la discusión, a los tonos y los modos que adopta, porque revelan, también éstos, discursos. Digo discursos y no la particularidad de las personas a las que afectan. Esto me interesa poco porque no lleva lejos.
Me sorprendió mucho Foucault cuando les dice a los muchachos de Miller – llamémoslos así, con humor pero sin (demasiada) malicia –  en el momento en que están hostigándolo por su Historia de la sexualidad: “no me gusta polemizar”. ¡Justo él que dijera una cosa así! Quizá estaba un poco harto. Pero quizá también, pensara que hay en la polémica un obstáculo que es el mismo que el de la intersubjetividad. Quiero decir, no el amor, sino un modo del amor que la intersubjetividad recrea inevitablemente pues está hecha de eso.
Leíamos hace poco en Blanchot su referencia - es decir, su estar referido - a la amistad. Un lazo, dice por ahí – aunque no creo que diga “lazo” – que, precisamente, no entraña la proximidad ni la práctica de las confidencias, de las complicidades. Proximidad en todo caso de lo inconmensurable, no reciprocidad. Se trata sin duda de otro amor, de un efecto, también él, fugaz, cuya repetición produzca quizá una ilusión de permanencia aunque sabemos que lo que repite no es lo mismo.
Me interesó mucho un pasaje de nuestra  última reunión de los viernes, a propósito de la transferencia. Lo retomo. En el significante que representa a un sujeto para otro significante, preguntaba yo: ¿dónde está la transferencia? Y me respondía – antes que respondiera A. –: la transferencia es al significante, como lo es al discurso. Pero, me corregiría ahora: ¿no es mejor decir que la transferencia es del significante, el que al fin y al cabo es quien representa al sujeto, el que hace el gasto, por así decir? Esto permitiría decir que las transferencias, como los amores en los que – como es sabido – cabe incluir los odios, rechazos y demás epifenómenos, son siempre efectos de discursos. Sí, además del de Barthes, hay discursos amorosos, lo cual no es una afirmación romántica (ni un elogio a ningún discurso por “amoroso”)  sino más bien lo contrario.
Voy a la respuesta de A., que es, me parece, la respuesta más clásica, en la que de hecho nos movemos habitualmente: la transferencia es al analista en tanto significante privilegiado, lo que llamamos significante de la transferencia. Pero hay allí –retomo la argumentación de aquél momento – un estatuto del significante que ya no es el mismo, y del sujeto, que tampoco es el mismo porque se trata de otra temporalidad que es la de la permanencia.
Y también aquí, la transferencia, ésta transferencia, va del significante al sujeto y también aquí es efecto de discurso.
Solemos argumentar que esta transferencia es la condición para que un análisis tenga lugar. Y no estamos lejos de lo que a veces se llama “transferencia imaginaria” que rápidamente le imputamos al analizante. Y bien, no. Es el significante analista el que induce esta transferencia del mismo modo que el deseo del analista sostiene la transferencia y el acto analíticos. Y el significante analista, también él efecto de discurso, lo es de los discursos que efectivamente circulan, funcionan, dominan. El significante analista se ofrece “activamente” al neurótico. Y se ofrece desde un discurso que no podría no ser afín al discurso de la neurosis. La oferta como siempre crea la demanda, hace relación, es solidaria y como tales intercambian continuamente sus lugares: la oferta es siempre una demanda y recíprocamente.
¿Es esto inevitable? Sin duda forma parte de lo posible. La oferta psicoanalítica forma parte de un fenómeno más amplio que es la conformación del saber psicoanalítico como práctica profesional. Foucault le llamó con dureza, actividad comercial. No sé si hablar de práctica profesional es más o menos duro, pero sí más preciso. Primero, porque históricamente es de ella o por lo menos en ella, que ha surgido la práctica del análisis, pero además porque se estableció, mayoritariamente, como tal, aunque con una serie de características particulares, con algunas variaciones en tiempos y lugares. El psicoanálisis que se quiso extraterritorial, se territorializó como diría Deleuze, de hecho fuertemente, en sus instituciones, en sus dispositivos, en sus rutinas. Se medicalizó incluso y retomó el modelo de la grilla diagnóstica de la psiquiatría.
En fin, no voy a hacer la historia de lo que todo el mundo conoce y que está ya ampliamente descrita. Quizá se ha hablado menos del modo que se afianzó en el saber psicoanalítico, de una vocación por el establecimiento en todas las vertientes del término, no sólo de los textos, como gustan decir los franceses, sino de un saber seguro, resguardado de las amenazas disolventes. Y ciertamente, establecimiento de los analistas, empezando por el AE (Analista Establecido) o del todavía Medianamente establecido, sucesores del Didacta ya convenientemente escrachado en su momento.
Cuando hablamos de transferencia y de suposición de saber, esa transferencia y esa suposición no es sin todo ello. Están moldeados en ello, sin desconocer las singularidades que toma en cada caso. No es que la persona llega con “la idea neurótica” de lo que es un análisis o un analista, llega con las ideas y las promesas que difunden no sólo los medios de vulgarización sino el discurso ya vulgarizado de los mismos psicoanalistas.
En fin, es más que dudoso que todo esto sea necesario para empezar un análisis que después se convertiría en un “verdadero análisis”.
El elogio en general a las coordenadas imaginarias, a lo “inevitable de lo imaginario”, la idea – inobjetable por otra parte – de que el discurso analítico funciona en los resquicios, emerge en las grietas de otros discursos, ha servido para todo, y sobre todo, para promover lo “inevitable” porque también es indispensable. Una vez alguien llegó a argumentar que había que conservar la institución psicoanalítica porque sino “nos quedaríamos sin síntoma en la extensión”.
La idea misma de un análisis como una progresión, aun cuando la progresión sea una regresión, implica una linealidad que es ajena al inconsciente y una supuesta temporalidad que se imagina a sí misma por encima de la temporalidad pulsátil e imprevisible del inconsciente. La mira desde arriba, la formula, la comprende, la juzga luminosa en el mismo acto que se atribuye la facultad de fijarle sus límites y neutralizarla. Es esa intemporalidad, correlativa del fantasma, la que supone un sujeto que progresaría con ella. Y todo el dispositivo, y el encuadre y el contrato, que sobreviven aunque no convenga nombrarlos, permanecen ahí para que lo fragmentario, contingente, impredecible del análisis, se amortigüen dentro de los carriles seguros de la “cura”.
Para decirlo en otros términos: son esas coordenadas las que permiten hacer del análisis - una práctica sin valor - un producto comercializable.
Hay una doble tenaza, las dos invisibles pero por razones opuestas: la del psicoanálisis como profesión, tan brutalmente presente como la carta robada. Y la otra, que llamaría epistémica: se cree que se puede hablar de cualquier cosa de cualquier modo, aunque en verdad siempre es el mismo  (y los resultados están a la vista): se pretende que la experiencia necesita de razones no sólo para validarla sino para acomodarla y darle su lugar. Para regularla. Es la ilusión iluminista valga la consonancia.  
Esa ilusión es la misma que cree captar la experiencia con el concepto. De ahí hay sólo un paso para arrogarse el legislar sobre ella, autorizarla o desautorizarla, reconocerla o negarla según se ajuste o no al canon.
Hace tiempo ya que Foucault denunció esa vía que tomó la filosofía o tal vez sería más ajustado decir el filósofo, en occidente al menos, de un discurrir que no juzgó ya necesaria alguna proximidad con la verdad, con los efectos y exigencias que eso conlleva. La verdad terminó teniendo mala prensa en los medios lacanianos. En algunos particularmente. Demasiada verdad melancoliza, tapona el deseo, es algo poco funcional para los tiempos que corren. Es más práctico recurrir sin demora a la representación y si ella está “formalizada” tanto mejor. Así, la extensión, de la que podría esperarse que fuera la continuación de la experiencia – por otros medios tal vez –, se ha vuelto su representación, y en el sentido más pobre también: su explicación, su justificación, su validación, como si aquella las precisara. Y así se habla, entonces: como doctores, o como profesores o conferencistas. Sin arte (seguramente eso no es para cualquiera) pero salvo rarezas, ni siquiera con humor. 
Sin duda mis comentarios sobre el sujeto son, como me lo sugeriste, un tanto sesgados o aún extremistas (¿traduzco extremistamente tu “in extremis”?). Lo son deliberadamente. Procuro ser tan poco riguroso como me sea posible. Pero, aparte de eso,  me parece que hacer foco en el discurso puede – en el psicoanálisis, en este momento – abrir más camino y desalienta esa pendiente de enti y ontificación del sujeto que siempre parece adelantársenos.
También, hablar de la experiencia quizá pueda propiciar un hablar que sea experiencia y eso pueda enseñarnos algo del sujeto porque la experiencia es – como el tango enseña – experiencia de no ser. Del dolor y también la liberación de ya no ser.
Aunque proponer temas a la discusión, a la conversación, tal vez sea  inevitable, deriva demasiado a menudo hacia la disputa al estilo damas/ caballeros, aún sentados del mismo lado de la ventanilla y por más caballeros (y caballeras) que nos queramos. Conversar de no importa qué, como sugería el venerable maestro, permite mejor perderse, y aunque per(der)se no es garantía de nada, puede ser la ocasión de encontrar algo. 
En fin, un abrazo, n.


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contra la transferencia II

contra la transferencia II.

Querido C., te agradezco antes que nada la difusión de lo que escribí en torno a la cuestión del sujeto. En cualquier circunstancia, creo, es beneficioso hacer público lo que uno piensa y atender a los efectos que induce, sean los que fueren y en los planos que fueren. Eso puede enseñar: por un lado en torno a la cuestión misma que ocasionalmente se discute, por otro, al hecho mismo de la discusión, a los tonos y los modos que adopta, porque revelan, también éstos, discursos. Digo discursos y no la particularidad de las personas a las que afectan. Esto me interesa poco porque no lleva lejos.
Me sorprendió mucho Foucault cuando les dice a los muchachos de Miller – llamémoslos así, con humor pero sin (demasiada) malicia –  en el momento en que están hostigándolo por su Historia de la sexualidad: “no me gusta polemizar”. ¡Justo él que dijera una cosa así! Quizá estaba un poco harto. Pero quizá también, pensara que hay en la polémica un obstáculo que es el mismo que el de la intersubjetividad. Quiero decir, no el amor, sino un modo del amor que la intersubjetividad recrea inevitablemente pues está hecha de eso.
Leíamos hace poco en Blanchot su referencia - es decir, su estar referido - a la amistad. Un lazo, dice por ahí – aunque no creo que diga “lazo” – que, precisamente, no entraña la proximidad ni la práctica de las confidencias, de las complicidades. Proximidad en todo caso de lo inconmensurable, no reciprocidad. Se trata sin duda de otro amor, de un efecto, también él, fugaz, cuya repetición produzca quizá una ilusión de permanencia aunque sabemos que lo que repite no es lo mismo.
Me interesó mucho un pasaje de nuestra  última reunión de los viernes, a propósito de la transferencia. Lo retomo. En el significante que representa a un sujeto para otro significante, preguntaba yo: ¿dónde está la transferencia? Y me respondía – antes que respondiera A. –: la transferencia es al significante, como lo es al discurso. Pero, me corregiría ahora: ¿no es mejor decir que la transferencia es del significante, el que al fin y al cabo es quien representa al sujeto, el que hace el gasto, por así decir? Esto permitiría decir que las transferencias, como los amores en los que – como es sabido – cabe incluir los odios, rechazos y demás epifenómenos, son siempre efectos de discursos. Sí, además del de Barthes, hay discursos amorosos, lo cual no es una afirmación romántica (ni un elogio a ningún discurso por “amoroso”)  sino más bien lo contrario.
Voy a la respuesta de A., que es, me parece, la respuesta más clásica, en la que de hecho nos movemos habitualmente: la transferencia es al analista en tanto significante privilegiado, lo que llamamos significante de la transferencia. Pero hay allí –retomo la argumentación de aquél momento – un estatuto del significante que ya no es el mismo, y del sujeto, que tampoco es el mismo porque se trata de otra temporalidad que es la de la permanencia.
Y también aquí, la transferencia, ésta transferencia, va del significante al sujeto y también aquí es efecto de discurso.
Solemos argumentar que esta transferencia es la condición para que un análisis tenga lugar. Y no estamos lejos de lo que a veces se llama “transferencia imaginaria” que rápidamente le imputamos al analizante. Y bien, no. Es el significante analista el que induce esta transferencia del mismo modo que el deseo del analista sostiene la transferencia y el acto analíticos. Y el significante analista, también él efecto de discurso, lo es de los discursos que efectivamente circulan, funcionan, dominan. El significante analista se ofrece “activamente” al neurótico. Y se ofrece desde un discurso que no podría no ser afín al discurso de la neurosis. La oferta como siempre crea la demanda, hace relación, es solidaria y como tales intercambian continuamente sus lugares: la oferta es siempre una demanda y recíprocamente.
¿Es esto inevitable? Sin duda forma parte de lo posible. La oferta psicoanalítica forma parte de un fenómeno más amplio que es la conformación del saber psicoanalítico como práctica profesional. Foucault le llamó con dureza, actividad comercial. No sé si hablar de práctica profesional es más o menos duro, pero sí más preciso. Primero, porque históricamente es de ella o por lo menos en ella, que ha surgido la práctica del análisis, pero además porque se estableció, mayoritariamente, como tal, aunque con una serie de características particulares, con algunas variaciones en tiempos y lugares. El psicoanálisis que se quiso extraterritorial, se territorializó como diría Deleuze, de hecho fuertemente, en sus instituciones, en sus dispositivos, en sus rutinas. Se medicalizó incluso y retomó el modelo de la grilla diagnóstica de la psiquiatría.
En fin, no voy a hacer la historia de lo que todo el mundo conoce y que está ya ampliamente descrita. Quizá se ha hablado menos del modo que se afianzó en el saber psicoanalítico, de una vocación por el establecimiento en todas las vertientes del término, no sólo de los textos, como gustan decir los franceses, sino de un saber seguro, resguardado de las amenazas disolventes. Y ciertamente, establecimiento de los analistas, empezando por el AE (Analista Establecido) o del todavía Medianamente establecido, sucesores del Didacta ya convenientemente escrachado en su momento.
Cuando hablamos de transferencia y de suposición de saber, esa transferencia y esa suposición no es sin todo ello. Están moldeados en ello, sin desconocer las singularidades que toma en cada caso. No es que la persona llega con “la idea neurótica” de lo que es un análisis o un analista, llega con las ideas y las promesas que difunden no sólo los medios de vulgarización sino el discurso ya vulgarizado de los mismos psicoanalistas.
En fin, es más que dudoso que todo esto sea necesario para empezar un análisis que después se convertiría en un “verdadero análisis”.
El elogio en general a las coordenadas imaginarias, a lo “inevitable de lo imaginario”, la idea – inobjetable por otra parte – de que el discurso analítico funciona en los resquicios, emerge en las grietas de otros discursos, ha servido para todo, y sobre todo, para promover lo “inevitable” porque también es indispensable. Una vez alguien llegó a argumentar que había que conservar la institución psicoanalítica porque sino “nos quedaríamos sin síntoma en la extensión”.
La idea misma de un análisis como una progresión, aun cuando la progresión sea una regresión, implica una linealidad que es ajena al inconsciente y una supuesta temporalidad que se imagina a sí misma por encima de la temporalidad pulsátil e imprevisible del inconsciente. La mira desde arriba, la formula, la comprende, la juzga luminosa en el mismo acto que se atribuye la facultad de fijarle sus límites y neutralizarla. Es esa intemporalidad, correlativa del fantasma, la que supone un sujeto que progresaría con ella. Y todo el dispositivo, y el encuadre y el contrato, que sobreviven aunque no convenga nombrarlos, permanecen ahí para que lo fragmentario, contingente, impredecible del análisis, se amortigüen dentro de los carriles seguros de la “cura”.
Para decirlo en otros términos: son esas coordenadas las que permiten hacer del análisis - una práctica sin valor - un producto comercializable.
Hay una doble tenaza, las dos invisibles pero por razones opuestas: la del psicoanálisis como profesión, tan brutalmente presente como la carta robada. Y la otra, que llamaría epistémica: se cree que se puede hablar de cualquier cosa de cualquier modo, aunque en verdad siempre es el mismo  (y los resultados están a la vista): se pretende que la experiencia necesita de razones no sólo para validarla sino para acomodarla y darle su lugar. Para regularla. Es la ilusión iluminista valga la consonancia.  
Esa ilusión es la misma que cree captar la experiencia con el concepto. De ahí hay sólo un paso para arrogarse el legislar sobre ella, autorizarla o desautorizarla, reconocerla o negarla según se ajuste o no al canon.
Hace tiempo ya que Foucault denunció esa vía que tomó la filosofía o tal vez sería más ajustado decir el filósofo, en occidente al menos, de un discurrir que no juzgó ya necesaria alguna proximidad con la verdad, con los efectos y exigencias que eso conlleva. La verdad terminó teniendo mala prensa en los medios lacanianos. En algunos particularmente. Demasiada verdad melancoliza, tapona el deseo, es algo poco funcional para los tiempos que corren. Es más práctico recurrir sin demora a la representación y si ella está “formalizada” tanto mejor. Así, la extensión, de la que podría esperarse que fuera la continuación de la experiencia – por otros medios tal vez –, se ha vuelto su representación, y en el sentido más pobre también: su explicación, su justificación, su validación, como si aquella las precisara. Y así se habla, entonces: como doctores, o como profesores o conferencistas. Sin arte (seguramente eso no es para cualquiera) pero salvo rarezas, ni siquiera con humor. 
Sin duda mis comentarios sobre el sujeto son, como me lo sugeriste, un tanto sesgados o aún extremistas (¿traduzco extremistamente tu “in extremis”?). Lo son deliberadamente. Procuro ser tan poco riguroso como me sea posible. Pero, aparte de eso,  me parece que hacer foco en el discurso puede – en el psicoanálisis, en este momento – abrir más camino y desalienta esa pendiente de enti y ontificación del sujeto que siempre parece adelantársenos.
También, hablar de la experiencia quizá pueda propiciar un hablar que sea experiencia y eso pueda enseñarnos algo del sujeto porque la experiencia es – como el tango enseña – experiencia de no ser. Del dolor y también la liberación de ya no ser.
Aunque proponer temas a la discusión, a la conversación, tal vez sea  inevitable, deriva demasiado a menudo hacia la disputa al estilo damas/ caballeros, aún sentados del mismo lado de la ventanilla y por más caballeros (y caballeras) que nos queramos. Conversar de no importa qué, como sugería el venerable maestro, permite mejor perderse, y aunque per(der)se no es garantía de nada, puede ser la ocasión de encontrar algo. 
En fin, un abrazo, n.


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