jueves, 5 de marzo de 2015

blanchot, todavía




Blanchot: El desastre hace vana la muerte.
Beckett: La muerte, la vida, cosas sin importancia
Es la idea, también en Blanchot, de la tumba como detención de la caída. Es importante porque juega contra una cultura de lo simbólico que termina siendo necrofílica. La reverencia al padre muerto es también una reverencia a la muerte y entonces a la solemnidad del símbolo. Esta locura con la muerte es judía, es Bíblica, pero Lacan, que fue quizás más allá del judaísmo freudiano, queda preso de esta religiosidad (Es notable que la fórmula atea de Freud: Dios es el padre haya devenido en El padre es Dios (no hay mejor definición de Dios que la de padre muerto)).
La gravedad, la solemnidad, unen el templo de la religión y el del saber, en su pretenciosa penumbra. Ir más allá del padre es ir más allá de la  muerte. Y dejar de afligirse por la desorientación (señores de la  Orientación Lacaniana). Ser ateo es desprenderse de la  solemnidad de la  muerte. Solemnidad que presta su solemnidad al símbolo. Probablemente de eso sólo se salga con un saber rizomático, saber que no cesa de destituirse en contrapunto al saber académico que no cesa de inundar el saber con sus jerarquías arborescentes y su orden ascendente de representaciones. El saber, sí, es político. Lo es el saber inconsciente y lo es el saber académico que reproduce en su ordenamiento mismo la práctica de sus profesores.

La confrontación con el orden formal de la  representación y con la linealidad temporal tiene ya casi un siglo. Picasso es quien con más claridad tuerce y fractura la representación. Todo el arte contemporáneo objeta la representación. Hay un estallido del relato, del eje temporal, y un estallido de la  forma misma. No voy a hablar de la  música porque no sé nada de eso pero es evidente que también allí hubo un estallido de las formas consagradas.

Lo real, el desastre, no es la muerte. Tampoco tiene que ver con esa suerte de familiaridad con la muerte al estilo de la  cultura mexicana que parece más bien una desacralización al precio de una proximidad imaginaria renegatoria.

La reverencia y por cierto los reverendos de toda calaña, son el fruto podrido de esta sacralización de la  muerte.

La objeción al Uno es la objeción al goce fálico en el que históricamente se ha forjado la subjetividad. Goce que parece ordenar y comandar en algún grado los goces que se le escapan. Goce montado en la dialéctica misma de su propia negación. Goce sagrado. El hinduismo lo ha tenido claro: le levantó  su templo.

Blanchot: lo neutro contrasta tanto con el ser como con el no ser. Blanchot le apunta a la dialéctica que es el soporte mismo de la representación y su orden, el de la  negación y el retorno de lo negado, el de la  represión y su retorno. Y lo neutro –Foucault lo dirá a su modo: lo simbólico no es neutral- no es lo simbólico. Lo neutro es sin duda lo real. Eso es en Blanchot el desastre. Que no es la muerte sino lo que él llama la pasividad. Y nuevamente: no la que se opone a la actividad, sino otra, que no responde a ninguna dialéctica.

Quizás la exaltación del nombre, no sea más que un apartado, no tan apartado, de la  apología de la  representación.

Allí donde la religión pone a Dios –allí, en el agujero mismo de la  muerte que hace desfallecer al sentido- el teórico satura y sutura con su teoría y el humanista con su universo de símbolos (no por nada Jüng es la referencia eterna de todo estudioso y amante de la  cultura). Allí mismo Beckett se libra al desconcierto, Joyce a la fragmentación de la lengua –que Lacan haya supuesto allí “la psicosis” revela su propio límite- Blanchot al fragmento mismo, no como “representación” sino como secuela de la falla del sentido, donde la falta de sentido se cuela.

La escritura del desastre es el discurso  del fragmento en las dos vertientes del genitivo. No estamos lejos de la asociación libre ni de la  atención flotante, ni de Sade, el libertino libertario. No me refiero tanto a las morales de todos los colores que supo enfurecer –sería bueno reconsiderar las tranquilizadoras interpretaciones lacanianas del tipo “en el fondo” apela al padre, en el fondo, restituye a la madre. Interpretaciones que sólo el auxilio de la  dialéctica y su supuesto prestigio continúa dándoles algún aliento.  

Se insiste en el desvarío fálico de Sade pero   lo que impresiona es más bien su anticipo de la fragmentación del goce, de la  parcialización del objeto y con él de la  pulsión. Claro que esto fue –pongamos un poco de humor- tanto en la intensión como  en la extensión. En Sade, ciertamente, la pulsión permanece parcial, no evoluciona hacia ninguna maduración genital, nada se unifica.

Hay una envestida contra la dialéctica y la historia en Blanchot que también Deleuze cultiva. No se trata precisamente del fin de la  historia –fin que es más bien su consumación- sino de la  refutación de la  historia con toda su carga de religiosidad.

Es enteramente pertinente volver, no sobre la “evolución” de la  libido –hace tiempo que Lacan liquidó esa cuestión- sino sobre la idea de una “reintegración” de la  historia del sujeto, sobre la novela familiar del neurótico que, es necesario insistir, es una novela, es familiar y es del neurótico, aunque bajo el paraguas de la  bienaventurada teoría se la haya integrado al corpus psicoanalítico, que desde entonces procura reemplazar la novela neurótica por una novela mejorada, una novela ahora sí lograda. Por supuesto, no es que el analista proponga nada (¡el análisis no es una psicoterapia!), ello será elaboración del analizante, bajo la mirada –perdón, la escucha- atenta y benévola del analista.nb

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