jueves, 5 de marzo de 2015

dinero, dinero, dinero

Foucault llama capilaridad el nivel donde la política “macro” como se dice ahora, se vuelve micropolítica, donde, para seguir con la metáfora vascular, “se te mete en las venas”. Más académicamente, donde moldea o modela subjetividad (no es que se efectúe en la subjetividad sino más bien como subjetividad)

Podría ubicarse en ese nivel al falo, en su anudamiento al valor de cambio o valor.

La cuestión puede legítimamente, plantearse en términos de discurso, de efecto del discurso o los discursos sobre el viviente y estaríamos en una de las afirmaciones primeras de Lacan.

Sin embargo el psicoanálisis parece proponer a la vez “estructuras” universales, con estatuto, digámoslo así, antropológico. Una suerte de homo falicus.

Pero la pulsión de apoderamiento definida por Freud, el investimento fálico descrito por Lacan del  niño, de las mujeres, del órgano mismo, es el efecto del discurso del amo (Lacan lo identifica sin más al discurso del inconsciente) sobre el cuerpo y particularmente, por lo menos en esta época, su variante, el discurso capitalista.

Es el discurso del poder y del tener. Apoderarse de las cosas y del cuerpo del otro, explotarlo económicamente, sexualmente, matarlo. Freud tenía esa virtud de hablar claro.

Una de las objeciones de Deleuze y Guattari al psicoanálisis, es justamente, haber considerado como una estructura, o como un dato antropológico, lo que no es más que un hecho histórico. Por ejemplo –bueno, es el ejemplo que tuvo más difusión- el Edipo al que le restan todo alcance universal y lo ubican como un fenómeno del capitalismo. Encuentran para ello a sus antropólogos no lévistraussianos –también es cierto que siempre se encuentra la teoría y la investigación que se necesita.

Algunas de las críticas de Foucault van en el mismo sentido. Por ejemplo, cuando habla de las condiciones históricas -en el sentido de coordenadas de una época- de la  producción de la  verdad.

Si se habla de eficacias discursivas de pasajes o giro de discursos se puede eludir la zancadilla de la  “naturaleza humana” y sus falsas preguntas, por ejemplo: ¿la explotación social es el efecto de la  pulsión de muerte o es al revés? O aquella de si “lo social” determina “lo individual” o es a la inversa. Los dos en realidad son efecto de un mismo discurso.

La cuestión de la  relación o no relación entre los discurso permanece sin embargo.

Lacan propuso el referido “giro” de un discurso a otro. Pero otro término que tuvo una significativa difusión es el de extraterritorialidad. Debió haberse acuñado – y se recurre a él – seguramente, con las mejores intenciones, pero convendría distinguirlo, oponerlo tal vez, a la desterritorialización deleuzo-guattariana, y confrontarlo a la idea de Foucault  de colonización de un discurso por otro.

La desterritorialización – tal vez más próxima a la deconstrucción - sólo acepta la posibilidad de pasaje a otro discurso si desactiva, siempre temporariamente por cierto, el discurso del amo y sus variantes. Pueden parecer matices, pero terminan siendo enormidades. Por ejemplo, la “fugacidad”, o la “emergencia siempre puntual” del discurso analítico. Eso lo sintoniza, por así decir, con el inconsciente. Pero esa emergencia puntual ha servido en los hechos para justificar la intangibilidad – podría caber el término – del discurso del amo, finalmente.

Hay un bien decir que puede sostenerse y difícilmente podría habitar el discurso del amo: es la idea de una posición en el discurso (lo que suponemos podría esperarse de un análisis). El “me la paso pasando” de Lacan quiere decir algo, en relación a esto.

La extraterritorialidad conlleva finalmente el “seamos libres de espíritu en nuestra intimidad” mientras el mundo sigue siendo lo que es y siempre será. Tampoco rechacemos las transferencias – ni las oportunidades- porque nos extrañaremos del mundo. Es una idea budista y también cristiana (reformista sobre todo). Es la bisagra que armoniza el consultorio circunspecto y recoleto (en el sentido espiritual y geográfico del término) con la institución cada vez más mundana que admite con madurez las  “las reglas del juego”.

En cuanto a la colonización, por muchas razones, me cae mejor que “desvío” término del que tanto gustaba Lacan. Me parece que viene del maoísmo: el desvío, los desviacionistas. Detrás de un desviacionista, ni qué decir de un desviado,  siempre viene corriendo algún comisario, “del pueblo” o de alguna institución o de la Federal, da igual.

La otra cuestión es la de la deuda. Tema religioso si los hay, completamente reciclado por el capitalismo, al punto que podría decirse que las relaciones sociales de control, dominación y exacción material a nivel planetario se realizan, hoy más que nunca, bajo la figura de la deuda, a la que debe honrarse. Es bonito el término, ¿verdad? Parece que se acuñó en referencia al padre, con quien casualmente se estaría también en deuda. Eso sí, simbólica.

Hemos asimilado el dinero al significante. Es más, hemos hecho del dinero el significante.

La idea está presente en la afirmación: lo que no se paga con dinero, se paga con sangre, con “lo real”, con “la libra de carne”.

Pero es que la circulación del dinero – frase que sin duda encanta a los psicoanalistas – comienza cuando las cuentas, no las deudas, se han saldado ya, efectivamente, con sangre.

La pax comercialis o mercantilis (para decirlo en latín americano), progreso de los pueblos, comienza cuando la guerra ha definido los términos de intercambio y termina cuando esos términos vuelven a ser puestos en cuestión. Del comercio puede decirse lo mismo que de la  política: es la continuación de la  guerra por otros modos, pero es también el fruto (siempre injusto) de la  guerra. Esto es así entre países y entre clases o si se prefiere, entre grupos.

La que nos gusta llamar historia no se ha construido por vía del pago de ninguna deuda, más bien todo lo contrario, a través de la violencia para apoderarse de lo que el otro tiene y del otro mismo. Tras lo cual quedan definidos deudores y acreedores.

Lo que retorna es lo real y si hay algo que quiera llamarse deuda, lo es con ese mismo real que un sujeto ha perdido por entrar en el lenguaje o en lalengua. Hacer de eso deuda con el padre es el espejismo ciertamente inevitable y por eso mismo, el viejo truco de los vencedores y el resorte último de una política que supo hacerse religión y de una religión vuelta política.

Lo que Freud situó en el núcleo de la  neurosis –amor, deuda y sujeción al padre- es núcleo mismo de las sociedades y sus  instituciones.

La cuestión del dinero no es pues la del civilizado intercambio simbólico. La circulación del dinero se ha decidido en un momento anterior, un poco menos tranquilo, el de la  política y la guerra. Sí , de la  sangre. De ahí que lo que se llama términos de intercambio puede ilustrar mejor sobre el bendito intercambio que “la ley o las leyes del intercambio”. Quiero decir: el intercambio parece ser menos intercambio que medio de explotación o exacción o dominio. Y la idea de que las sociedades funcionan económicamente en términos de intercambio quizás sea pariente de aquella que en lo político postula que lo que funciona es el diálogo. Es la musiquita de la  armonía social, complemento “extraterritorial” de la barbarie capitalista.

No hay libre concurrencia de los actores económicos. No sólo no la hay entre el empleado y el empleador, es evidente que tampoco la hay en los servicios, ni siquiera, lo estamos viendo en estos días, en el acto de fijar un precio a un paquete de yerba.

Las instituciones existen porque tienen que sostener al psicoanalista en el lugar del Otro que le disputan la psiquiatría, las psicoterapias en general, las sectas religiosas, los curas y los adivinos, estos últimos en franca decadencia, evidentemente. Son prácticas de poder, que incluyen enfrentamientos, tranzas y trenzas, negociaciones, convivencias, etc. que por otra parte conocemos muy bien.

Al analista se le paga porque todo ese sistema funciona, porque lo que está, seamos freudianos, catectizado, es el lugar.  Si no difícilmente se le pagaría.

De ahí la propensión del analista a impostar (o “hacer semblante”, como se prefiera) al Otro, de ofrecerse como una de sus figuras.

De hecho es el lugar en el que Lacan inicialmente ubicó al analista.

El encuentro con el neurótico, eternamente consagrado al Otro en una suerte de falsa deuda, no podría ser mejor.

Por supuesto, puede argumentarse en favor de sostener al Otro para liberar (al cabo de cierto tiempo) al neurótico del Otro. O para convertir la culpa en “responsabilidad”, la falta imaginaria en “deuda simbólica”.

Pero la “prescindencia” del analista y el “dejarse tomar” en la posición que el analizante lo ubica – que es justamente, casi siempre esa- están sospechados, como lo está toda estrategia y toda teleología, de complicidad con el Otro. El silencio o la no respuesta del analista tendrán su función y eso podrá considerarse cada vez, pero en este punto, el “quien calla otorga” tiene plena validez. Aceptar ese lugar no “aloja” la transferencia, la sella. Blanchot suelta por ahí, con picardía: tener un poder y no usarlo es privativo de la  divinidad.

El dinero en pago consuma esa fijación de la transferencia. La fija al Otro a quien el paciente se dirige. Y la sostiene. El dinero sanciona la ilusión de la  “deuda” con el Otro pues, cuando el paciente paga, una obviedad que parece olvidarse, el analista cobra (el psicoanálisis tiene cinquemila e cento teorías del pago pero ninguna del cobro). No es que “así se pierde goce”, que así “se paga”. Eso no se pierde en “lo real del cosmos”, no hay ninguna entropía, ni se aligera por esa vía la transferencia. Más bien se la alimenta.

La “deuda” es el abc de toda política de dominación desde la noche de los tiempos, o sea el sometimiento al saber de los líderes. Se la hace pagar con los votos, o con “la gratitud” (gracias Isabel). Lo que el voto sanciona, antes que a tal o cual candidato, es que hay Otro. Un político establecido podría decir, ¡vivo de ellos y encima me votan!

La dificultad del psicoanálisis para pasar a la extensión sin perderse como discurso, sin resultar, también él, una política que fomenta al Otro, asienta en esta posición complaciente con la transferencia. Hay otra transferencia, me disculpo por la machaconería, donde la deuda con lo real se paga con el deseo, sin meter en eso al padre, o sea al falo, al becerro de oro y tutti cuanto. nb

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