Foucault parte del hablo. Este hablo, dice, se refiere a un discurso que le sirve de soporte pero está ausente. Es como ausente que existe en el hablo. También podría decírselo así: Está ausente, sólo existe en el hablo. Y por cierto: ni preexiste ni post-existe.
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miércoles, 10 de octubre de 2012
El hablo tiene, pues, soberanía, palabra a la que haríamos
bien en darle todo su peso.
Al decir hablo se enuncia una desnudez. Desnudez, desierto,
despojamiento, son los términos con los que Foucault insiste. Al haber sólo el hablo no hay transitividad, el lenguaje se evapora. Pero
ahí mismo se pregunta Foucault por la posibilidad de un lenguaje que quisiera
reivindicarse – digamos: sostenerse, formularse – en la forma del hablo. ¿Qué forma es esa? La forma despojada, exigua, el
vacío del hablo.
Pero entonces Foucault parece
transformar este punto extremo del lenguaje que constituye el hablo, en “apertura absoluta por donde el lenguaje puede
propagarse al infinito”. Y dice, que correlativamente, “el sujeto, el yo que habla, se fragmenta, se desparrama y se dispersa
hasta desaparecer en este espacio desnudo.”
Entonces se pasa del solo hablo a un hablar donde el sujeto desaparece. El hablar se
sostiene en este espacio que conserva la desnudez del hablo.
La “soberanía” del hablo se sitúa ahora en el lenguaje. Es el hablar como tal
el que tiene lugar en la soberanía solitaria del hablo.
Y soberanía quiere decir
soberanía, es decir, que nada la
limita. No sólo no puede limitarla el sujeto, que desaparece: tampoco aquél
a quien se dirige, ni la verdad de lo que dice o los sistemas representativos
que utiliza.
Estamos de lleno, entonces,
en el psicoanálisis. Quiero decir, en la asociación libre, en la soberanía de la
asociación libre. Diría modificando levemente el hablo foucoltiano: estamos en el “hable” freudiano o
lacaniano: “diga, no importa qué” - que era, si no recuerdo mal, la fórmula de
Lacan.
Es tan sorprendente la
proximidad de estas afirmaciones con las que hace Lacan en el seminario de La
lógica del fantasma y en De un otro al Otro que no puedo dejar de recordarlas:
En el primero habla de dimisión
del acto.
Dice, en la 9ª reunión:
por la regla … al sujeto
se le pide abdicar allí … y encomendándose a la deriva del lenguaje, irá a
tentar una experiencia hasta el límite
y luego:
..un sujeto cuyo ejercicio
es ponerse a prueba por su propia dimisión
………………………………………………
esa elección que llamé
recién abdicación, la elección de probarse a los efectos del lenguaje;
En De un Otro al otro, en la
4ª reunión dirá:
… "asociación
libre": libre no quiere decir otra cosa que licenciando al sujeto,
licenciar al sujeto es una operación
…………………………………………………
instauramos por la
regla, un discurso tal, que el sujeto suspende algo allí? ¿Qué? Lo que precisamente es su función de
sujeto
He ahí a ese sujeto dispensado de sostener lo que enuncia.
Es pues, por allí que
arribará a esa pureza de la palabra
La otra referencia en Lacan,
por cierto, es la afanisis, esa desaparición del sujeto bajo el significante y
ese miedo - subrayo el término
porque se trata precisamente de miedo a la desaparición.
Y la otra referencia es sin
duda la forclusión y con ella, la psicosis. Referencia que toma su relieve
porque precisamente Deleuze y Guattari parecen empujar hasta el límite los
dichos de Foucault – que prologó su Antiedipo con un escrito memorable - haciendo encarnar en el
esquizofrénico mismo la posibilidad de un hablo “liberado” de sujeto, de Edipo, etc. Es importante me
parece, tener presente que es a propósito de la psicosis, la única ocasión que
Lacan, citando a Schreber, habla de muerte del sujeto.
Lacan, por cierto, oscila en
este punto álgido. Y en aquella difundida respuesta a la pregunta por el sujeto
en la psicosis dirá que también allí un significante representa a un sujeto
para otro significante.
Por otra parte, en el mismo
Seminario de La lógica del fantasma
dirá de esa representación, que el sujeto sólo es representado por su
ausencia – nunca es más que representado
– cuestión que sin duda habría que
pensarla en relación a la suposición, ya que el sujeto es siempre supuesto, y
supuesto precisamente bajo el significante que lo representa.
En fin, son las cuestiones
que se plantean en esta suerte de interfaz Lacan-Foucault. Pero lo interesante
de Foucault, más allá de retomar la cuestión del sujeto en el punto más radical
de los desarrollos de Lacan, es que lo piensa en el nivel de una discursividad
que coincide con lo que llamamos extensión en psicoanálisis y es allí que
aporta, como se dice, aire fresco.
Es completamente legítimo
leer los textos desde la misma
posición desde la que se escucha. Por ejemplo, dando
todo su alcance a lo que repite más acá de la focalización en la consabida argumentación. También por
supuesto, intentando situar los enunciados respecto de las coordenadas de
la enunciación – que por cierto no
siempre están a nuestro alcance. Quiero decir: cuándo dijo o escribió Lacan lo
que dijo, antes o después de decir qué, ante quién, a quién; con quién está
dialogando, a qué o a quién está respondiendo. Y ni qué decir de la
consideración a otorgarle a los fallidos o las formaciones del inconsciente que
irrumpen y son términos privilegiados de la enunciación. Muchas veces
insistimos en la pregunta por cómo se habla en la extensión. Me recordó
recientemente Alberto Tchira esta otra que es decisiva: cómo se escucha. Se
insiste en el “autorizarse a hablar” pero poco en algo que requiere tanto o más
decisión: autorizarse a escuchar, y por supuesto no silenciar lo que se
escucha.
La cuestión de cómo se
escucha y cómo se lee – cuestiones que con sólo enunciarlas interpelan el
estatuto mismo de lo que se llama teoría en psicoanálisis – están absolutamente presentes en Foucault
cuando vuelve a poner en primer plano la cuestión de las condiciones históricas
sociales y políticas de la verdad
- ésta es su terminología. La posición puede parecer próxima al marxismo más
clásico, pero creo que corresponde tomarla como una consideración de las
determinaciones de la enunciación
en el campo de la verdad. Esto en
el terreno de la extensión resulta
fundamental. Tengo la impresión que todos los comentarios de Jean Allouch sobre
Lacan están atravesados por estas consideraciones.
Y para dar “ejemplos
prácticos”: las intervenciones de Alberto Tchira y Claudio Glasman respecto del
lugar de un lapsus en la producción discursiva – el lapsus de Lacan que produce
precisamente el término lalangue -
en una reciente presentación
sobre la lengua, son justamente ejemplos de cómo leer a Lacan en contrapunto a
la lectura académica que, en la ocasión ensayaba el expositor.
Volviendo entonces al valor
de la repetición en la lectura,
tomo una breve frase de De un Otro al otro:
En el análisis el sujeto
es dispensado de sostener su discurso de un "yo digo", está dispensado
de sostener lo que enuncia.
Términos que Didie Weil
retoma en una intervención en el seminario de L’insu:
es como si [el sujeto] se sintiese desprendido del hecho de
tener que responder por lo que dice, que pudiese hablar sin responsabilidad.
Esto está completamente en
línea con la afirmación de Foucault:
el sujeto que habla no es
tanto el responsable del
discurso (aquel que lo detenta, que afirma y juzga mediante él, representándose
a veces bajo una forma gramatical dispuesta a estos efectos), como la
inexistencia en cuyo vacío se prolonga sin descanso el derramamiento indefinido
del lenguaje.
Ahora, en este punto
específicamente, estamos en una zona delicada, donde los deslizamientos, donde
cualquier deslizamiento conlleva efectos y consecuencias importantes: el acto
excluye al sujeto, pero sobre él, sobre el sujeto, retornan los efectos.
Habría que darle a esta
cuestión el tiempo que reclama. Se
ha bastardeado abundantemente todo lo concerniente al acto, se lo ha ahogado en
un teleologismo barato: falta poco para que se hable de los beneficios y hasta
del valor terapéutico del acto, respuestas probablemente originadas en la
angustia de que pudiera “perderse
la subjetividad”. El acto,
cualquier acto, me atrevo a decir, si no se lo carga antes al sujeto, progresa
en la vía de la destitución
(término éste que se prefiere no usar más que lo imprescindible), en la vía de
una suerte de despojamiento, de agostamiento del sujeto en beneficio de lo que
dice y hace, de una temporalidad de saltos – se hace camino al saltar, leí hace
poco en un artículo muy pertinente a propósito de Kierkegaard.
Ser responsable de lo que se
dice no tiene que ver con sostener no sé qué teoría o trayectoria o coherencia
sino algo bastante menos ramplón aunque parezca tautológico: sostener lo que se
dice cuando hay que decirlo. Eso se sostiene … diciendo. Cualquiera sabe que
eso requiere de algo que no tiene nada que ver con haber pensado o estudiado
mucho o poco.
En otras palabras, no se
trata de lo que se piensa sino de lo que se habla. Y en esto hay una
correspondencia notable entre Foucault y Lacan. Por supuesto que no entre
“todo” Foucault y “todo” Lacan si eso quisiera decir algo: entre lo que dice El
pensamiento del afuera y la
interrogación lacaniana del cogito, para el caso, su “ni pienso ni soy”.
Pero el valor de Foucault es
que sus consideraciones no podrían limitarse a lo que llamamos las posición del “sujeto en análisis”, que
se evoca a veces como una especie de trance, del que puede aceptarse en verdad
cualquier cosa porque se considera que eso “termina ahí”. Se suele conceder a
la “situación” analítica todas las licencias que se le conceden a la poesía que
al final no sería más que poesía. Precisamente Foucault tiene el coraje que
parece haberles faltado a los psicoanalistas: situar al sujeto en relación al
lenguaje, los discursos, las vicisitudes del lazo social y arriesgar en ello
una política … y practicarla.
Al mismo tiempo, el sujeto de
Foucault es un sujeto que se aproxima, diría infinitesimalmente, a su
extinción. Es un sujeto en disolución, en destitución. Es ese movimiento hacia
la destitución, en puntual correspondencia con el movimiento que puede
verificarse en un análisis, lo que cierra el camino a continuar cargando las
tintas, esto es las consistencias, sobre el sujeto - lo que invariablemente
restituye, una y otra vez al sujeto psicológico.
El hablo, por otra parte, y también aquí en una notable
correspondencia con la objeción lacaniana al cogito, es opuesto al pienso:
el hablo funciona como a
contrapelo del “pienso”. Éste conducía en efecto a la certidumbre indudable del
Yo y de su existencia; aquél, por el contrario, aleja, dispersa, borra esta
existencia y no conserva de ella más que su emplazamiento vacío.
Reaparece aquí entonces, la
cuestión de la afanisis, también
de la suposición. Pero si se
quiere ser “lacaniano” en la lectura de Foucault habría que decir que con el
objeto – que está en el lenguaje – es suficiente para que se conserve el
emplazamiento vacío.
El hablo, entonces, o “la
palabra”, más bien la “palabra de la
palabra” términos aquí intercambiables para Foucault, “nos conduce a
ese afuera donde desaparece el sujeto que habla”.
No se trata entonces de un
pensamiento, sino de una palabra fuera del sujeto. Y aquí viene una interpretación
de Foucault a “la reflexión occidental”:
Sin duda es por esta razón
por lo que la reflexión occidental no se ha decidido durante tanto tiempo a
pensar el ser del lenguaje: como si presintiera el peligro que haría correr a
la evidencia del “existo” la experiencia desnuda del lenguaje.
Es aquí que Foucault entra
explícitamente en lo que ahora llamará La experiencia del afuera (así se titula este segundo acápite):
La transición hacia un
lenguaje en que el sujeto está excluido, la puesta al día de una
incompatibilidad, tal vez sin recursos, entre la aparición del lenguaje en su
ser y la consciencia de sí en su identidad, es hoy en día una experiencia que
se anuncia en diferentes puntos de la cultura… el ser del lenguaje no aparece
por sí mismo más que en la desaparición del sujeto.
Es fácil advertir el hilo por
el que progresa el discurrir de Foucault: es el de las sucesivas desapariciones
del “hombre”, el autor y el sujeto.
Es cierto que Foucault parece
superponer sujeto a consciencia de sí, identidad, etc., pero es cierto también
que lo que se deriva de esto, del acento, de las “fichas” puestas en lo que nos
gusta llamar discurso más que en las personas y los nombres, tiene mejores
efectos sobre el discurso mismo, sobre la política, sobre los lazos sociales,
que las apelaciones al sujeto que
tan rápidamente giran hacia la persona y hacia el nombre con sus espejismos y
prestigios. La temprana afirmación de Lacan: El sujeto es nadie, que hizo saltar de sus asientos a calificados
asistentes del seminario, tiene toda su potencia y sus elaboraciones y
precisiones ulteriores pueden matizarla pero no la neutralizan.
Nuevamente podremos
preguntarnos por este más allá hacia el que va Foucault y con él Deleuze y
Guattari. Este traspasar el Edipo, porque finalmente ir más allá del sujeto es
“pasar” (como dicen en España, “con tal cosa, yo paso”) el Edipo, ¿es caer en
la locura, es trasponer – Lacan dixit – el límite de la libertad, es acercarse más allá de lo
aconsejable a “las llamaradas del goce” y arder en ellas? Las interpretaciones
psicológicas sobre Foucault abundan. Hay una biografía escrita de punta a punta
con ese recurso. Es la misma psicología que habría arrojado a Foucault
precisamente a la hoguera. Los límites de la libertad no están dados de antemano, los recorta lo que puede alcanzarse a decir. El
decir que pueda sostenerse y que encuentre además el surco en el cual
sostenerse, lo que depende menos de las argumentaciones y demostraciones que de
una decisión que es lo mismo que decir de una política.
Entonces – vuelvo al texto –
continúa Foucault:
¿Cómo tener acceso a esta
extraña relación?
La extraña relación,
recordemos, es la de la exclusión recíproca entre lenguaje y sujeto, en otras
palabras, la afanisis.
Respuesta: mediante el pensamiento
del afuera, afuera de toda subjetividad:
Talvez mediante una forma
de pensamiento de la que la cultura occidental no ha hecho más que esbozar, en
sus márgenes, su posibilidad todavía incierta. Este pensamiento que se mantiene
fuera de toda subjetividad para hacer surgir como del exterior sus límites,
enunciar su fin, hacer brillar su dispersión y no obtener más que su
irrefutable ausencia.
El pensamiento del afuera no
es “la interioridad de la
reflexión filosófica”, no es ni interioridad ni reflexión ni filosofía.
El enemigo epistemológico del pensamiento del afuera es “la vieja trama de la
interioridad y la reflexión”, el “discurso puramente reflexivo”, porque la
reflexión tiende a reconciliar [la experiencia] con la consciencia.
La interioridad, la
“confirmación interior” remite a una centralidad, a una certidumbre central, y
se trata de llevar el pensamiento hacia una refutación – no hacia la
contradicción – constante, aceptando su desenlace en el rumor, en la
dispersión, en el despliegue indefinido de las palabra que incluye la negación
del propio discurso, el
sacarlo continuamente de
sus casillas, despojarlo en todo momento no sólo de lo que acaba de decir, sino
también del poder de enunciarlo; consiste en dejarlo allí donde se encuentre,
lejos tras de sí, a fin de quedar libre para un comienzo que es un puro origen,
puesto que no tiene por principio más que a sí mismo y al vacío, pero que es
también a la vez un recomienzo, ya que ha sido el lenguaje pasado el que
profundizando en sí mismo ha liberado este vacío.
Foucault concluye aquí con
una suerte de “pentálogo” que continúa aproximando el pensamiento del afuera a
esos otros pensamientos – debemos
a Lacan haber puesto el término en relieve – que Freud llamó inconscientes:
- No más reflexión, sino el
olvido.
- No más contradicción, sino
la refutación que anula.
- No más reconciliación, sino
la reiteración.
- No más mente a la conquista
laboriosa de su unidad, sino la erosión indefinida del afuera.
- No más verdad
resplandeciendo al fin, sino el brillo y la angustia de un lenguaje siempre
recomenzado.
En el otro extremo (respecto de la interioridad reflexiva) el
saber positivo del cual ni qué decir de la distancia que lo separa del
pensamiento del afuera.
Entonces nos presenta
Foucault una suerte de minuta, una genealogía rápida del pensamiento del
afuera: Sade, Hölderlin, Nietzche, Mallarmé, Artaud, Bataille, Klossowski, y
ciertamente, Blanchot.
Sade es la desnudez del deseo
(contra toda interiorización) en el mismo sentido en que habla Foucault de
la desnudez del hablo. Hölderlin “la ausencia resplandeciente de los
dioses”, Nietzche la reducción de la
metafísica a su gramática, Mallarmé el lenguaje y el libro como el
movimiento en el que desaparece el que habla.
Es interesante particularmente
la referencia a Artaud, y la referencia implícita allí a la locura: precisa
Foucault que el lenguaje discursivo se desata en la violencia del cuerpo y
del grito mientras el pensamiento es abandonado a la interioridad salmodiante
de la consciencia y deviene
sufrimiento de la carne, persecución y desgarramiento del sujeto mismo. Índice fugaz pero elocuente de que reconoce Foucault
una especificidad en la locura o la psicosis o como se prefiera llamarla. Y hay
también una interpretación interesante y original de esta realidad que Foucault
no soslaya y que no lo deja indiferente.
Finalmente la referencia es
Blanchot, que quizás no sea solamente uno más de los testigos de este
pensamiento del afuera.
Blanchot y sus escritos,
ilustraciones privilegiadas del pensamiento del afuera. Objeto de otras
anotaciones. nb
Me parece que en una
sociedad como la nuestra, la verdadera tarea política es criticar el juego de
las instituciones en apariencia neutras e independientes, criticarlas y
atacarlas de manera tal que la violencia política, que se ejerce oscuramente en
ellas sea desenmascarada y que se pueda luchar contra ellas.
Michel Foucault, Dits
et écrits vol. IV
… Hay una lógica en
las instituciones, en la conducta de los individuos y en las relaciones
políticas. Hay una racionalidad aún en las formas más violentas. En la
violencia lo más peligroso es su racionalidad … La violencia encuentra su
anclaje más profundo y su forma de permanencia en las formas de racionalidad
que utilizamos. Se ha afirmado que si viviésemos en un mundo racional,
podríamos deshacernos de la
violencia. Es completamente falso. Entre violencia y racionalidad no hay
incompatibilidad.
Michel Foucault, Dits
et écrits vol. III
¿Es legítimo juzgar una institución psicoanalítica por su modo de presentarse, sus gacetillas, sus declaraciones, su página en Internet?
Sí, sin duda. Como lo es tener en cuenta sus actividades, el
texto de sus invitaciones y convocatorias. Y también los “formatos”, esto es,
sin pretender con ello ningún análisis semiológico riguroso, intentar leer allí
mensajes y significaciones - que apenas lo requieren, puesto que hablan, en su
mayoría, por sí solos.
Se trata de discurso. No es el único modo ni el único
espacio en el que el discurso de la
institución, de las instituciones, se manifiesta. Pero es un espacio
privilegiado porque es desde donde se dirigen a la sociedad, “representando” al
psicoanálisis como a veces se proclama.
Dejemos a un lado la cuestión de la representación, pasemos también la de
si el psicoanálisis es representable, qué o quién podría representarlo y de qué
se trataría en esa operación y limitémonos en principio a tomar nota, como se
dice, de lo que hay.
Lo que hay es una oferta. Homogénea, por lo menos mucho más
homogénea de lo que podría suponerse a partir de supuestas diferencias entre
las instituciones en cuestión.
Se ofrecen antes que nada cursos. Es lo que aparece en el
lugar central de las páginas en las que se presentan las instituciones. Y es el
contenido, central también, de lo que anuncian sus publicidades.
Los cursos, llamados también “seminarios”, a veces ciclos, o
“cursus”, son presentados a menudo como “intensivos”. Otras veces se denominan
de postgrado aunque no suelen explicitar el grado al que, se supone, suceden
(no se trata, evidentemente, del grado que toma el analista en la institución:
a.e., a.m.e., etc) y parece sobreentenderse que se trataría del título de
psicólogo o tal vez de médico. Los cursos, en las instituciones de más
envergadura, están organizados dentro de un “instituto”. En una de ellas existe
incluso un Colegio de Graduados. Hay también maestrías con “práctica” y por
cierto “diplomados”.
La función y finalidad de los cursos son la enseñanza y la formación (se habla de
“espacios de formación”, “exigencia de formación permanente”, etc.) términos,
habrá de recordarse, que merecieron alguna consideración por parte de Lacan.
Estos modos que no parecen distinguirse de los de cualquier
oferta de formación profesional o universitaria, se acompaña sin embargo de
declaraciones de método o de principios que garantizarían el estatuto
psicoanalítico de lo que se ofrece. Así, la institución que referíamos recién
(la del instituto, el colegio de graduados, los diplomados, etc.) declara estar
guiada por “una interrogación permanente sobre los aparatos de enseñanza para
que éstos sean cada vez más acordes al real propio del psicoanálisis”. Y
transcribe una conferencia en la que curiosamente se recuerda que “en ninguna
parte del mundo existe diploma de psicoanálisis” (en el mismo espacio en el que
se habla de graduados y diplomados, práctica clínica, etc.). También define las
actividades como “enseñanza de postgrado” y dice que se llevan a cabo “manteniendo
las coordenadas de la orientación lacaniana.”
Otra institución cuya página presenta en su inicio su “Curso
anual” que aunque anual es también “intensivo”, ofrece asimismo otro curso Para entrar al discurso del
psicoanálisis (tal es su denominación)
Una tercera institución inicia su página con tres cursos,
(con tres reproducciones de los afiches que los anuncian) y un “Programa de
formación en psicoanálisis”, esta vez de tres años con una aclaración en el
encabezamiento mismo del anuncio: el programa “acredita 400 horas”.
En este caso, como en el de casi todas las instituciones,
esta oferta de cursos coexiste con extensos e intensos desarrollos sobre la
transmisión, la enseñanza, la formación, el discurso del psicoanálisis y aquel
de la universidad, etc. etc. Esto
es: por un lado, una aparente preocupación por el rigor o rigurosidad, que
resulta una insistencia machacona en los principios, un lenguaje repetitivo y
cerrado sobre sí mismo que parece auto-elogiarse por no ceder a las facilidades
e imprecisiones del lenguaje corriente. Por el otro, una práctica pedagógica
más plana y vulgar de lo que es de por sí cualquier pedagogía. Incluso
evidentemente anquilosada respecto de las propuestas pedagógicas con relevancia
en la actualidad. Es verosímil pensar que se sobreactúa para equilibrar.
Pero se trata simplemente de las complicaciones inherentes a
una práctica de marketing para sostener una actividad profesional-comercial que
se quiere disimular – un poco, tampoco tanto – pues se la juzga, se la sabe,
vergonzante.
La oferta responde a una demanda que por lo menos tiene dos
aspectos aunque profusamente imbricados entre sí.
Por un lado es la demanda de un saber sistemático, completo
y, no diremos totalitario, pero sí, sin duda, totalizante. Fantasma obsesivo al
que las instituciones se avienen, se anticipan en verdad. Argumentan que de
este modo “no rechazan la demanda” pero es evidente que la estimulan – en su
modalidad más consistente – hasta invertirla.
Muchos psicoanalistas llegan a decir que es un anzuelo que
se lanza a la demanda neurótica para luego “desbaratarla”, “confrontarla con su
imposibilidad”, etc. Son argumentos encantadores, pero mucho antes que
ellos fueron elucubrados por
ejemplo, por los grupos de izquierda que apoyan los reclamos reformistas de las
masas para, así, “radicalizarlas”. O por
los políticos que siempre se cuidaron de “no alejarse demasiado de lo
que quiere la gente”. Si mencionáramos a los medios amarillos que se ajustan
sin más a “lo que el público pide” se nos diría que magnificamos.
Es la consabida alquimia de los fines (siempre supremos e
innegociables) y los medios (siempre oscuros, indefendibles y vergonzantes) que
se presenta como matriz de una táctica y es la auto-justificación de una
defección.
La defección es el pasaje - en verdad la permanencia - en el
discurso universitario. La intención que transparenta toda la publicidad de las
instituciones psicoanalíticas es la de parecerse a una universidad. Hacer “como
sí” lo fueran.
Además de los planes de enseñanza, los módulos, los
créditos, las becas, hay algo que se comunica a través de las imágenes mismas (discúlpesenos por
detenernos un momento en algo tan poco lacaniano como son las imágenes) : desde el detalle de las fotografías de las “casas
de estudio” sus puertas de acceso, sus pupitres, sus pizarras, sus pasillos,
hasta las “instantáneas”, sí, de sus profesores, llamados aquí docentes, a
veces “dictantes” (neologismo que probablemente quiere consonar, penosamente
hay que decirlo, con analizante) transmiten, muy fielmente el ambiente, el
color, el tono (y el gusto, que el lector sabrá juzgar) de estas prácticas.
La antigüedad de la institución, como si fuera per se garantía de algo, es un emblema que exhiben casi
todas, como así también la pertenencia a una red o asociación supranacional que
les daría supuestamente mayor
seriedad o prestigio. El nombre del fundador se exhibe también, no digamos para
beneficiarse de su prestigio sino seguramente como muestra de lealtad
permanente a los principios fundacionales. Cuando el fundador fue traicionado o
negociado en el camino queda el recurso express de la
re-fundación. Hasta se
puede recurrir al “ir más allá del padre” para darle a la operación sustento
teórico.
No se apartan pues, las instituciones analíticas de las
pautas generales del mercado. Es cierto que ninguna ha llegado a fórmulas
chabacanas del tipo “atendida por
sus propios dueños” o semejantes, pero también es verdad, bromas aparte, que
están muy por debajo de la sobriedad que pueden mostrar en su publicidad
cualquier asociación profesional o
científica de campos diversos.
Están hechas para acoger la demanda. Se diría, para
capturarla, para darle espesor, para impedir que escape. Y en efecto, de allí
no se sale fácilmente, ni en los hechos ni figuradamente. Ello vale para
los invitados pero también para
los invitantes (como se diría para estar a tono con los glosarios en uso). A
veces se cree conseguirlo con el cinismo al que se recurre con mayor urgencia y
frecuencia cuanto más asfixiante es el discurso. Pero no es éste un
procedimiento al alcance de todo
el mundo. Más difundida está la tontería, que como tan acertadamente se ha
dicho, es siempre un hacerse el tonto.
Esta puesta en escena del Otro, no por mostrarse sobre la
escena misma, sin velos, y ser naturalmente aceptada, es menos burda. Se completa con jerarquías y
“autoridades” que a veces bordean lo bizarro.
Dejemos de lado las ya inveteradas nominaciones con sus
jurados, garantías, comités, que como no podría ser de otro modo, han dado
lugar en sus inicios a lamentables tragedias y más tarde cuando su función de
manipulación política era vox populi, a verdaderas escenas de vodevil.
Un sistema de jerarquías a veces ostensible (y ostentosas)
otras no sutiles, más bien disimuladas, es principio y matriz de las
instituciones. No hay comisión que no tenga su “presidente”, departamento sin
su secretaría, programa de formación sin su director. Aquí un curso es
impartido por muchos “bajo la
orientación de tal” allá un instituto es creado “por decisión de tal otro” (entiéndase: por la sola y pura y
suficiente decisión de ese tal otro y como tal se lo hace saber en letras de
molde). Para la transmisión son designados quienes la resguardan, para la
formación quienes la garantizan. Por lo demás, cada evento es una delicada
urdimbre que reparte créditos entre el que expone, el que comenta, aquel que
coordina, el invitado que ya
confirmó su presencia, el que lo presenta. Las componendas que exige el diseño de una
marquesina de un teatro de revistas palidecen frente a esta ingeniería del
espectáculo psicoanalítico.
Pero todo esto, seamos francos, lo sabe todo el mundo. Se lo
dice a media voz - nuestra ética, como se sabe, no es kantiana –, en la
circunstancia apropiada, en confianza, no a cualquiera, entre amigos, entre
complinches (digámoslo así) pero no públicamente. Las justificaciones, que son
diversas y son siempre generalizaciones, circulan más libremente: desde el
condición “fatalmente
maquiavélica” de la política hasta
las características de la naturaleza humana,
la legitimidad de hacer valer el propio deseo cuando se trata de “yo o el
otro”, esto es, lo ineliminable (y tal vez beneficioso en algún sentido) de las
rivalidades, la imprescindible “aceptación de las diferencias”. En fin, la
colección interminable de lugares comunes.
De lo que quizás se esté menos advertido es que este
ordenamiento que, no hace falta decirlo, es político de extremo a extremo, se
continúa en una política respecto – y en el interior mismo – del saber, que le
es enteramente homogénea. Esto incluye a los mismos protagonistas: el que hace
de amo no está menos sometido a los espejismos de ese discurso que cualquier
otro, lo cual, por lo demás, no mengua sus privilegios.
Las aspiraciones universales o mundiales de algunos grupos
no son independientes de su ideal
universal de saber. Son lo mismo. Sus construcciones institucionales
piramidales y jerárquicas son homogéneas con sus edificios teóricos que se
elevan de lo particular a lo universal en una arborescencia invertida. Sus
construcciones teóricas, pomposas y acartonadas, tienen el mismo espíritu de
organigrama que impregna su funcionamiento. El orden, y los principios de
subordinación y dependencia de las categorías hacen apariencia de cientificidad
y seriedad.
La exigencia continuada de presentar supuestos nuevos
conceptos deriva naturalmente de ese ideal de cientificidad y también del
anhelo irresistible de hacerse autor. El resultado añade polución a un glosario
ya suficientemente castigado con neologismos y significantes infatuados, que no
pasan de “representar” la infatuación de sus hacedores.
Por supuesto que esto se sostiene porque siempre hay una
cohorte necesitada de teoría. No sólo de “seguir a alguien”, eso se sabe desde
siempre. La necesidad es de teoría, de tener qué estudiar: ese es el nombre privilegiado en nuestro campo de
la necesidad de amo y es fruto de un esfuerzo sostenido por
parte de los que se llaman a sí mismos “enseñantes”.
El psicoanálisis define una especie de saber que no es
disociable de la experiencia. No
se funda en una generalización o una universalización que se alcanzaría
“cortando amarras con lo pulsional”, sino, al revés, sosteniéndolas. Todas las
referencias de Lacan alrededor del saber-hacer y la artesanía, la importancia creciente de la
sublimación, las continuas remisiones al arte, en especial al poema, sitúan al psicoanálisis en un
espacio que se desmarca de la
ciencia pero sobre todo de ese engendro llamado ciencias humanas que es
la dirección decidida que ha tomado el posfreudismo y lo que con alguna
tristeza escuché nombrar como
“lacanismo real.”
Se trata más bien, entonces, de señalar la experiencia, de
señalizarla, en su lugar, en su momento. De procurar la nominación más leve, la
que menos pueda congelar esa experiencia, la que pueda fallar en su ambición de
representarla, la que se limite, como el puro mojón, como la sola piedra, a
señalar el lugar para que responda por ella el que esté dispuesto a llevarla a
cabo, el que esté dispuesto a tropezar.
No se trata de manufacturar “conceptos”, pretendidos (y
pretensiosos) representantes de la
experiencia. La teoría, por lo menos en nuestro campo, parece cada vez
más el recurso para eludirla o
para resguardarse de sus efectos.
Un discurso que no se detiene, que no se erige en autoridad
ni se ofrece como señuelo de nada, que no sueña con retener el goce ni acopiar
sus “plus”, que no manda ni educa, está ciertamente en los límites de lo
sostenible. Por supuesto se lo aplaude de lejos y “en general”, es decir por
fuera precisamente de su alcance. Varios de esos rasgos, sin embargo están
presentes también en la experiencia artística y quienes la practican parecen
más leales a ella que los psicoanalistas a la suya.
Cuando Lacan, tras décadas de diálogo con lo que Foucault
gustaba llamar la reflexión occidental, de demostraciones, polémicas y
refutaciones, de construcción de lo que muchos han celebrado como un “corpus”,
se encamina en una vía menos “geométrica”, menos preocupada en la demostración
y más librada tal vez a su discurrir, los profesores fruncen el seño con gesto
grave de “esto requiere estudiarse”. Cuando escribe un texto como
L´Étourdit no se atreven a leerlo, a librarse a una lectura. Se aplican a “analizarlo”, interpretarlo, explicarlo
en vistas a su próxima conferencia o “seminario”. Cuando Foucault les arroja en
la jeta lo que es un discurso
miran educadamente hacia otro lado. Si aceptan a un Beckett o un Joyce,
ejemplos ilustres de los que el psicoanálisis tiene todo para aprender, es
porque aspiran a que algo del prestigio del que gozan pueda pasar a quienes los
comentan o porque Lacan los ha citado y porque finalmente se trata “sólo de
literatura”. Igualmente los esterilizan con su hermenéutica, los
“psicoanalizan”, los explican, nosografían y liman, hasta donde les es posible,
sus aristas.
La política de los grupos es la política de la institución, de lo instituido, de lo
institucional: estrategia y táctica, medios y fines. La política del poder.
Pero ni tan siquiera del poder que verdaderamente se pone - él mismo - en juego
sino del poder que se procura siempre consolidar, atesorar, ostentar. Es la
política que excluye el acto. Que lo aplaza y lo desalienta allí donde podría
emerger. Es la política del cálculo. No de la apuesta sino de la
astucia, más bien de la
picardía. El acto desconoce la dialéctica de los medios y los fines,
desestabiliza y amenaza de incertidumbre todo cálculo, ignora la promesa y el
reconocimiento, insumos básicos de la
política institucional. Conviene pues guardar el acto en la vitrina,
sacarlo en los días de fiesta como la bandera de ceremonias en las
escuelas, es decir reducirlo a una
caricatura o banalizarlo como un adjetivo para dar brillo a cualquier
insignificancia o como tema mayor de sesudas elucubraciones “teóricas”. Como al
acto se le teme – no queremos sobresaltos, preferimos, Lacan dixit, ser
esclavos – los negocios del amo están allanados.
Cuando las instituciones objetan que la práctica de la extensión pueda sostenerse en el discurso
analítico – “la institución no puede ser un análisis de grupo” braman, como
quien proclama la verdad revelada – lo que rechazan es el acto, no la
transferencia por cierto, que es invocada hasta el hastío. Esto es: el amor (y
el temor a la pérdida de amor que siempre le acompaña) y por supuesto el
trabajo, el estudio, el reconocimiento recíproco (o casi) y la felicidad que
provee. En fin, cuanto más se
forcluye el acto más la promesa y el reconocimiento inundan la escena. Si el
acto depara eventualmente una
satisfacción no es que ella haya sido prometida por nadie, no es una
satisfacción merecida ni inmerecida. No hay pues diferencia ni en más ni en
menos entre lo esperado y lo alcanzado, ya que al acto no es causado por
ninguna esperanza.. No se puede pues hacer una política con el acto. La política es en todo caso sus efectos o se
ordena a partir de sus efectos.
En cuanto a la transferencia, la política comienza por
supuesto, tanto en la en la intensión como en la extensión, en no rechazarla.
Así podrá ser - a veces, tampoco
siempre - un efecto verificable y beneficioso en la cura o en lo que
llamamos comunidad de experiencia. Promoverla, en cambio, y aún estimularla,
celebrarla, festejarla y, sí,
premiarla, son los resortes de una política cuyas virtudes conocemos ya
suficientemente.
Esta es la institución, la institución psicoanalítica. Un
discreto manto de narcisismo la envuelve – Freud dijo que era ineliminable y lo
es ciertamente. Tampoco parece posible evitar que estén como lo están, sumidas
en esa niebla de vanidades, sometimientos, veleidades y medianía, con sus
pequeños pelotones remando en su
rutina, sus pequeñas esperanzas, su triste obediencia.
Ninguna extraterritorialidad entonces: integración y homogeneidad respecto de la comunidad y sus
instituciones, las universidades, los hospitales, la salud mental. Nada del
modo disruptivo o marginal en que pudieron haberse interesado respectivamente
por ejemplo en el hospital Foucault o Francoise Davoine. Las instituciones
psicoanalíticas han emprendido una
batalla más bien territorial
– con su dialéctica de disputa y negociación – por su reconocimiento en el
mercado de los saberes (y en el mercado a secas). Su movimiento no es tanto el
de descompletar el saber sino el de completarlo en el promocionada escena
interdisciplinaria.
Exactamente en la misma línea de la observación lacaniana sobre el carácter
parcial de la pulsión, de la
denuncia de la ilusión totalizante
de la pulsión genital, Foucault ha
denunciado los saberes totales y las instancias institucionales que los
corporizan. No es una mera relación de homología: es el mismo fenómeno
considerado en dos niveles diferentes que se potencian recíprocamente.nb
Etiquetas: la institución psicoanalítica
la institución psicoanalítica
Sí, sin duda. Como lo es tener en cuenta sus actividades, el
texto de sus invitaciones y convocatorias. Y también los “formatos”, esto es,
sin pretender con ello ningún análisis semiológico riguroso, intentar leer allí
mensajes y significaciones - que apenas lo requieren, puesto que hablan, en su
mayoría, por sí solos.
Se trata de discurso. No es el único modo ni el único
espacio en el que el discurso de la
institución, de las instituciones, se manifiesta. Pero es un espacio
privilegiado porque es desde donde se dirigen a la sociedad, “representando” al
psicoanálisis como a veces se proclama.
Dejemos a un lado la cuestión de la representación, pasemos también la de
si el psicoanálisis es representable, qué o quién podría representarlo y de qué
se trataría en esa operación y limitémonos en principio a tomar nota, como se
dice, de lo que hay.
Lo que hay es una oferta. Homogénea, por lo menos mucho más
homogénea de lo que podría suponerse a partir de supuestas diferencias entre
las instituciones en cuestión.
Se ofrecen antes que nada cursos. Es lo que aparece en el
lugar central de las páginas en las que se presentan las instituciones. Y es el
contenido, central también, de lo que anuncian sus publicidades.
Los cursos, llamados también “seminarios”, a veces ciclos, o
“cursus”, son presentados a menudo como “intensivos”. Otras veces se denominan
de postgrado aunque no suelen explicitar el grado al que, se supone, suceden
(no se trata, evidentemente, del grado que toma el analista en la institución:
a.e., a.m.e., etc.) y parece sobreentenderse que se trataría del título de
psicólogo o tal vez de médico. Los cursos, en las instituciones de más
envergadura, están organizados dentro de un “instituto”. En una de ellas existe
incluso un Colegio de Graduados. Hay también maestrías "con práctica” y por
cierto “diplomados”.
La función y finalidad de los cursos son la enseñanza y la formación (se habla de
“espacios de formación”, “exigencia de formación permanente”, etc.) términos,
habrá de recordarse, que merecieron alguna consideración por parte de Lacan.
Estos modos que no parecen distinguirse de los de cualquier
oferta de formación profesional o universitaria, se acompaña sin embargo de
declaraciones de método o de principios que garantizarían el estatuto
psicoanalítico de lo que se ofrece. Así, la institución que referíamos recién
(la del instituto, el colegio de graduados, los diplomados, etc.) declara estar
guiada por “una interrogación permanente sobre los aparatos de enseñanza para
que éstos sean cada vez más acordes al real propio del psicoanálisis”. Y
transcribe una conferencia en la que curiosamente se recuerda que “en ninguna
parte del mundo existe diploma de psicoanálisis” (en el mismo espacio en el que
se habla de graduados y diplomados, práctica clínica, etc.). También define las
actividades como “enseñanza de postgrado” y dice que se llevan a cabo “manteniendo
las coordenadas de la orientación lacaniana.”
Otra institución cuya página presenta en su inicio su Curso Anual que aunque anual es también “intensivo”, ofrece asimismo otro curso Para entrar al discurso del
psicoanálisis (tal es su denominación)
Una tercera institución inicia su página con tres cursos,
(con tres reproducciones de los afiches que los anuncian) y un “Programa de
formación en psicoanálisis”, esta vez de tres años con una aclaración en el
encabezamiento mismo del anuncio: el programa “acredita 400 horas”.
En este caso, como en el de casi todas las instituciones,
esta oferta de cursos coexiste con extensos e intensos desarrollos sobre la
transmisión, la enseñanza, la formación, el discurso del psicoanálisis y aquel
de la universidad, etc. etc. Esto
es: por un lado, una aparente preocupación por el rigor o rigurosidad, que
resulta una insistencia machacona en los principios, un lenguaje repetitivo y
cerrado sobre sí mismo que parece auto-elogiarse por no ceder a las facilidades
e imprecisiones del lenguaje corriente. Por el otro, una práctica pedagógica
más plana y vulgar de lo que es de por sí cualquier pedagogía. Incluso
evidentemente anquilosada respecto de las propuestas pedagógicas con relevancia
en la actualidad. Es verosímil pensar que se sobreactúa para equilibrar.
Pero se trata simplemente de las complicaciones inherentes a
una práctica de marketing para sostener una actividad profesional-comercial que
se quiere disimular – un poco, tampoco tanto – pues se la juzga, se la sabe,
vergonzante.
La oferta responde a una demanda que por lo menos tiene dos
aspectos aunque profusamente imbricados entre sí.
Por un lado es la demanda de un saber sistemático, completo
y, no diremos totalitario, pero sí, sin duda, totalizante. Fantasma obsesivo al
que las instituciones se avienen, se anticipan en verdad. Argumentan que de
este modo “no rechazan la demanda” pero es evidente que la estimulan – en su
modalidad más consistente – hasta invertirla.
Muchos psicoanalistas llegan a decir que es un anzuelo que
se lanza a la demanda neurótica para luego “desbaratarla”, “confrontarla con su
imposibilidad”, etc. Son argumentos encantadores, pero mucho antes que
ellos fueron elucubrados por
ejemplo, por los grupos de izquierda que apoyan los reclamos reformistas de las
masas para, así, “radicalizarlas”. O por
los políticos que siempre se cuidaron de “no alejarse demasiado de lo
que quiere la gente”. Si mencionáramos a los medios amarillos que se ajustan
sin más a “lo que el público pide” se nos diría que magnificamos.
Es la consabida alquimia de los fines (siempre supremos e
innegociables) y los medios (siempre oscuros, indefendibles y vergonzantes) que
se presenta como matriz de una táctica y es la auto-justificación de una
defección.
La defección es el pasaje - en verdad la permanencia - en el
discurso universitario. La intención que transparenta toda la publicidad de las
instituciones psicoanalíticas es la de parecerse a una universidad. Hacer “como
sí” lo fueran.
Además de los planes de enseñanza, los módulos, los
créditos, las becas, hay algo que se comunica a través de las imágenes mismas (discúlpesenos por
detenernos un momento en algo tan poco lacaniano como son las imágenes) : desde el detalle de las fotografías de las “casas
de estudio” sus puertas de acceso, sus pupitres, sus pizarras, sus pasillos,
hasta las “instantáneas”, sí, de sus profesores, llamados aquí docentes, a
veces “dictantes” (neologismo que probablemente quiere consonar, penosamente
hay que decirlo, con analizante) transmiten, muy fielmente el ambiente, el
color, el tono (y el gusto, que el lector sabrá juzgar) de estas prácticas.
La antigüedad de la institución, como si fuera per se garantía de algo, es un emblema que exhiben casi
todas, como así también la pertenencia a una red o asociación supranacional que
les daría supuestamente mayor
seriedad o prestigio. El nombre del fundador se exhibe también, no vamos a pensar que para
beneficiarse de su prestigio sino seguramente como muestra de lealtad
permanente a los principios fundacionales. Cuando el fundador fue traicionado o
negociado en el camino queda el recurso express de la
re-fundación. Hasta se
puede recurrir al “ir más allá del padre” con lo cual se garantiza sustento
teórico a la operación.
No se apartan pues, las instituciones analíticas de las
pautas generales del mercado. Es cierto que ninguna ha llegado a fórmulas
chabacanas del tipo “atendida por
sus propios dueños” o semejantes, pero también es verdad, bromas aparte, que
están muy por debajo de la sobriedad que pueden mostrar en su publicidad
cualquier asociación profesional o
científica de campos diversos.
Están hechas para acoger la demanda. Se diría, para
capturarla, para darle espesor, para impedir que escape. Y en efecto, de allí
no se sale fácilmente, ni en los hechos ni figuradamente. Ello vale para
los invitados pero también para
los invitantes (como se diría para estar a tono con los glosarios en uso). A
veces se cree conseguirlo con el cinismo al que se recurre con mayor urgencia y
frecuencia cuanto más asfixiante es el discurso. Pero no es éste un
procedimiento al alcance de todo
el mundo. Más difundida está la tontería, que como tan acertadamente se ha
dicho, es siempre un hacerse el tonto.
Esta puesta en escena del Otro, no por mostrarse sobre la
escena misma, sin velos, y ser naturalmente aceptada, es menos burda. Se completa con jerarquías y
“autoridades” que a veces bordean lo bizarro.
Dejemos de lado las ya inveteradas nominaciones con sus
jurados, garantías, comités, que como no podría ser de otro modo, han dado
lugar en sus inicios a lamentables tragedias y más tarde cuando su función de
manipulación política era vox populi, a verdaderas escenas de vodevil.
Un sistema de jerarquías a veces ostensible (y ostentosas)
otras no sutiles, más bien disimuladas, es principio y matriz de las
instituciones. No hay Comisión que no tenga su Presidente, Departamento sin
su Secretaría, Programa de Formación sin su Director. Aquí un curso es
impartido por muchos “bajo la
orientación de tal” allá un instituto es creado “por decisión de tal otro” (entiéndase: por la sola y pura y
suficiente decisión de ese tal otro y así se lo hace saber en letras de
molde). Para la transmisión son designados quienes la resguardan, para la
formación quienes la garantizan. Por lo demás, cada evento es una delicada
urdimbre que reparte créditos entre el que expone, el que comenta, aquel que
coordina, el invitado que ya
confirmó su presencia, el que lo presenta. Las componendas que exige el diseño de una
marquesina de un teatro de revistas palidecen frente a esta ingeniería del
espectáculo psicoanalítico.
Pero todo esto, seamos francos, lo sabe todo el mundo. Se lo
dice a media voz - nuestra ética, como se sabe, no es kantiana –, en la
circunstancia apropiada, en confianza, no a cualquiera, entre amigos, entre
complinches (digámoslo así) pero no públicamente.
Las justificaciones, que son diversas y son siempre generalizaciones, circulan más libremente: desde el condición “fatalmente maquiavélica” de la política hasta las características de la naturaleza humana, la legitimidad de hacer valer el propio deseo cuando se trata de “yo o el otro”, esto es, lo ineliminable (y tal vez beneficioso en algún sentido) de las rivalidades, la imprescindible “aceptación de las diferencias”. En fin, la colección interminable de lugares comunes.
Las justificaciones, que son diversas y son siempre generalizaciones, circulan más libremente: desde el condición “fatalmente maquiavélica” de la política hasta las características de la naturaleza humana, la legitimidad de hacer valer el propio deseo cuando se trata de “yo o el otro”, esto es, lo ineliminable (y tal vez beneficioso en algún sentido) de las rivalidades, la imprescindible “aceptación de las diferencias”. En fin, la colección interminable de lugares comunes.
De lo que quizás se esté menos advertido es que este
ordenamiento que, no hace falta decirlo, es político de extremo a extremo, se
continúa en una política respecto – y en el interior mismo – del saber, que le
es enteramente homogénea. Esto incluye a los mismos protagonistas: el que hace
de amo no está menos sometido a los espejismos de ese discurso que cualquier
otro, lo cual, por lo demás, no mengua sus privilegios.
Las aspiraciones universales o mundialistas de algunos grupos
no son independientes de su ideal
universal de saber. Son lo mismo. Sus construcciones institucionales
piramidales y jerárquicas son homogéneas con sus edificios teóricos que se
elevan de lo particular a lo universal en una arborescencia invertida. Sus
construcciones teóricas, pomposas y acartonadas, tienen el mismo espíritu de
organigrama que impregna su funcionamiento. El orden, y los principios de
subordinación y dependencia de las categorías hacen apariencia de cientificidad
y seriedad.
La exigencia continuada de presentar supuestos nuevos
conceptos deriva naturalmente de ese ideal de cientificidad y también del
anhelo irresistible de hacerse autor. El resultado añade polución a un glosario
ya suficientemente castigado con neologismos y significantes infatuados, que no
pasan de representar la infatuación de sus hacedores.
Por supuesto que esto se sostiene porque siempre hay una
cohorte necesitada de teoría. No sólo de “seguir a alguien”, eso se sabe desde
siempre. La necesidad es de teoría, de tener qué estudiar: ese es el nombre privilegiado en nuestro campo de
la necesidad de amo y es fruto de un esfuerzo sostenido por
parte de los que se llaman a sí mismos “enseñantes”.
El psicoanálisis define una especie de saber que no es
disociable de la experiencia. No
se funda en una generalización o una universalización que se alcanzaría
“cortando amarras con lo pulsional”, sino, al revés, sosteniéndolas. Todas las
referencias de Lacan alrededor del saber-hacer y la artesanía, la atención renovada sobre la
sublimación, las continuas remisiones al arte, particularmente al poema, sitúan al psicoanálisis en un
espacio que se desmarca de la
ciencia pero sobre todo de ese engendro llamado ciencias humanas que es
la dirección decidida que ha tomado el posfreudismo y lo que con alguna
tristeza escuché nombrar como
“lacanismo real.”
Se trata más bien, entonces, de señalar la experiencia, de
señalizarla, en su lugar, en su momento. De procurar la nominación más leve, la
que menos pueda congelar esa experiencia, la que pueda fallar en su ambición de
representarla, la que se limite, como el puro mojón, como la sola piedra, a
señalar el lugar para que responda por ella el que esté dispuesto a llevarla a
cabo, el que esté dispuesto a tropezar.
No se trata de manufacturar “conceptos”, pretendidos (y
pretensiosos) representantes de la
experiencia. La teoría, por lo menos en nuestro campo, parece cada vez
más el recurso para eludirla o
para resguardarse de sus efectos.
Un discurso que no se detiene, que no se erige en autoridad
ni se ofrece como señuelo de nada, que no sueña con retener el goce ni acopiar
sus “plus”, que no manda ni educa, está ciertamente en los límites de lo
sostenible. Por supuesto se lo aplaude de lejos y “en general”, es decir por
fuera precisamente de su alcance. Varios de esos rasgos, sin embargo están
presentes también en la experiencia artística y quienes la practican parecen
más leales a ella que los psicoanalistas a la suya.
Cuando Lacan, tras décadas de diálogo con lo que Foucault
gustaba llamar la reflexión occidental, de demostraciones, polémicas y
refutaciones, de construcción de lo que muchos han celebrado como un corpus,
se encamina en una vía menos geométrica, menos preocupada en la demostración
y más librada tal vez a su discurrir, los profesores fruncen el seño con gesto
grave de “esto requiere estudiarse”. Cuando escribe un texto como
L´Étourdit no se atreven a leerlo, a librarse a una lectura. Se aplican a “analizarlo”, interpretarlo, explicarlo
en vistas a su próxima conferencia o “seminario”. Cuando Foucault les arroja en
la jeta lo que es un discurso
miran educadamente hacia otro lado. Si aceptan a un Beckett o un Joyce,
ejemplos ilustres de los que el psicoanálisis tiene todo para aprender, es
porque aspiran a que algo del prestigio del que gozan pueda pasar a quienes los
comentan o porque Lacan los ha citado o porque finalmente se trata “sólo de
literatura”. Igualmente los esterilizan con su hermenéutica, los
“analizan”, los explican, nosografían y liman, hasta donde les es posible,
sus aristas.
La política de los grupos es la política de la institución, de lo instituido, de lo
institucional: estrategia y táctica, medios y fines. La política del poder.
Pero ni tan siquiera del poder que verdaderamente se pone - él mismo - en juego
sino del poder que se procura siempre consolidar, atesorar, ostentar. Es la
política que excluye el acto. Que lo aplaza y lo desalienta allí donde podría
emerger. Es la política del cálculo. No de la apuesta sino de la
astucia, más bien de la
picardía. El acto desconoce la dialéctica de los medios y los fines,
desestabiliza y amenaza de incertidumbre todo cálculo, ignora la promesa y el
reconocimiento, insumos básicos de la
política institucional. Conviene pues guardar el acto en la vitrina,
sacarlo en los días de fiesta como la bandera de ceremonias en las
escuelas, es decir reducirlo a una
caricatura o banalizarlo como un adjetivo para dar brillo a cualquier
insignificancia o como tema mayor de sesudas elucubraciones “teóricas”. Como al
acto se le teme – no queremos sobresaltos, preferimos, Lacan dixit, ser
esclavos – los negocios del amo están allanados.
Cuando las instituciones objetan que la práctica de la extensión pueda sostenerse en el discurso
analítico – “la institución no puede ser un análisis de grupo” braman, como
quien proclama la verdad revelada – lo que rechazan es el acto, no la
transferencia por cierto, que es invocada hasta el hastío. Esto es: el amor (y
el temor a la pérdida de amor que siempre le acompaña) y por supuesto el
trabajo, el estudio, el reconocimiento recíproco (o casi) y la felicidad que
provee. En fin, cuanto más se
forcluye el acto más la promesa y el reconocimiento inundan la escena. Si el
acto depara eventualmente una
satisfacción no es que ella haya sido prometida por nadie, no es una
satisfacción merecida ni inmerecida. No hay pues diferencia ni en más ni en
menos entre lo esperado y lo alcanzado, ya que al acto no es causado por
ninguna esperanza. No se puede pues hacer una política con el acto. La política es en todo caso sus efectos o se
ordena a partir de sus efectos.
En cuanto a la transferencia, la política comienza por
supuesto, tanto en la intensión como en la extensión, en no rechazarla.
Así podrá ser - a veces, tampoco
siempre - un efecto verificable y beneficioso en la cura o en lo que
llamamos comunidad de experiencia. Promoverla, en cambio, y aún estimularla,
celebrarla, festejarla y, sí,
premiarla, son los resortes de una política cuyas virtudes conocemos ya
suficientemente.
Esta es la institución, la institución psicoanalítica. Un manto de narcisismo - no demasiado discreto como puede apreciarse - la envuelve. Freud dijo que era ineliminable y lo
es ciertamente. Tampoco parece posible evitar que esté como lo está, sumida
en esa niebla de vanidades, sometimientos, veleidades y medianía, con sus
pequeños pelotones remando en su
rutina, sus pequeñas esperanzas, su triste obediencia.
Ninguna extraterritorialidad entonces: integración y homogeneidad respecto de la comunidad y sus
instituciones, las universidades, los hospitales, la salud mental. Nada del
modo disruptivo o marginal en que pudieron haberse interesado respectivamente
por ejemplo en el hospital, M. Foucault o Francoise Davoine. Las instituciones
psicoanalíticas han emprendido una
batalla más bien territorial
– con su dialéctica de disputa y negociación – por su reconocimiento en el
mercado de los saberes (y en el mercado a secas). Su movimiento no es tanto el
de descompletar el saber sino el de completarlo en el promocionada escena
interdisciplinaria.
Exactamente en la misma línea de la observación lacaniana sobre el carácter
parcial de la pulsión, de la
denuncia de la ilusión totalizante
de la pulsión genital, Foucault ha
denunciado los saberes totales y las instancias institucionales que los
corporizan. No es una mera relación de homología: es el mismo fenómeno
considerado en dos niveles diferentes que se potencian recíprocamente.nb
Etiquetas: la institución psicoanalítica
¿Es legítimo juzgar una institución psicoanalítica por su
modo de presentarse, sus gacetillas, sus declaraciones, su página en Internet?
Sí, sin duda. Como lo es tener en cuenta sus actividades, el
texto de sus invitaciones y convocatorias. Y también los “formatos”, esto es,
sin pretender con ello ningún análisis semiológico riguroso, intentar leer allí
mensajes y significaciones - que apenas lo requieren, puesto que hablan, en su
mayoría, por sí solos.
Se trata de discurso. No es el único modo ni el único
espacio en el que el discurso de la
institución, de las instituciones, se manifiesta. Pero es un espacio
privilegiado porque es desde donde se dirigen a la sociedad, “representando” al
psicoanálisis como a veces se proclama.
Dejemos a un lado la cuestión de la representación, pasemos también la de
si el psicoanálisis es representable, qué o quién podría representarlo y de qué
se trataría en esa operación y limitémonos en principio a tomar nota, como se
dice, de lo que hay.
Lo que hay es una oferta. Homogénea, por lo menos mucho más
homogénea de lo que podría suponerse a partir de supuestas diferencias entre
las instituciones en cuestión.
Se ofrecen antes que nada cursos. Es lo que aparece en el
lugar central de las páginas en las que se presentan las instituciones. Y es el
contenido, central también, de lo que anuncian sus publicidades.
Los cursos, llamados también “seminarios”, a veces ciclos, o
“cursus”, son presentados a menudo como “intensivos”. Otras veces se denominan
de postgrado aunque no suelen explicitar el grado al que, se supone, suceden
(no se trata, evidentemente, del grado que toma el analista en la institución:
a.e., a.m.e., etc) y parece sobreentenderse que se trataría del título de
psicólogo o tal vez de médico. Los cursos, en las instituciones de más
envergadura, están organizados dentro de un “instituto”. En una de ellas existe
incluso un Colegio de Graduados. Hay también maestrías con “práctica” y por
cierto “diplomados”.
La función y finalidad de los cursos son la enseñanza y la formación (se habla de
“espacios de formación”, “exigencia de formación permanente”, etc.) términos,
habrá de recordarse, que merecieron alguna consideración por parte de Lacan.
Estos modos que no parecen distinguirse de los de cualquier
oferta de formación profesional o universitaria, se acompaña sin embargo de
declaraciones de método o de principios que garantizarían el estatuto
psicoanalítico de lo que se ofrece. Así, la institución que referíamos recién
(la del instituto, el colegio de graduados, los diplomados, etc.) declara estar
guiada por “una interrogación permanente sobre los aparatos de enseñanza para
que éstos sean cada vez más acordes al real propio del psicoanálisis”. Y
transcribe una conferencia en la que curiosamente se recuerda que “en ninguna
parte del mundo existe diploma de psicoanálisis” (en el mismo espacio en el que
se habla de graduados y diplomados, práctica clínica, etc.). También define las
actividades como “enseñanza de postgrado” y dice que se llevan a cabo “manteniendo
las coordenadas de la orientación lacaniana.”
Otra institución cuya página presenta en su inicio su “Curso
anual” que aunque anual es también “intensivo”, ofrece asimismo otro curso Para entrar al discurso del
psicoanálisis (tal es su denominación)
Una tercera institución inicia su página con tres cursos,
(con tres reproducciones de los afiches que los anuncian) y un “Programa de
formación en psicoanálisis”, esta vez de tres años con una aclaración en el
encabezamiento mismo del anuncio: el programa “acredita 400 horas”.
En este caso, como en el de casi todas las instituciones,
esta oferta de cursos coexiste con extensos e intensos desarrollos sobre la
transmisión, la enseñanza, la formación, el discurso del psicoanálisis y aquel
de la universidad, etc. etc. Esto
es: por un lado, una aparente preocupación por el rigor o rigurosidad, que
resulta una insistencia machacona en los principios, un lenguaje repetitivo y
cerrado sobre sí mismo que parece auto-elogiarse por no ceder a las facilidades
e imprecisiones del lenguaje corriente. Por el otro, una práctica pedagógica
más plana y vulgar de lo que es de por sí cualquier pedagogía. Incluso
evidentemente anquilosada respecto de las propuestas pedagógicas con relevancia
en la actualidad. Es verosímil pensar que se sobreactúa para equilibrar.
Pero se trata simplemente de las complicaciones inherentes a
una práctica de marketing para sostener una actividad profesional-comercial que
se quiere disimular – un poco, tampoco tanto – pues se la juzga, se la sabe,
vergonzante.
La oferta responde a una demanda que por lo menos tiene dos
aspectos aunque profusamente imbricados entre sí.
Por un lado es la demanda de un saber sistemático, completo
y, no diremos totalitario, pero sí, sin duda, totalizante. Fantasma obsesivo al
que las instituciones se avienen, se anticipan en verdad. Argumentan que de
este modo “no rechazan la demanda” pero es evidente que la estimulan – en su
modalidad más consistente – hasta invertirla.
Muchos psicoanalistas llegan a decir que es un anzuelo que
se lanza a la demanda neurótica para luego “desbaratarla”, “confrontarla con su
imposibilidad”, etc. Son argumentos encantadores, pero mucho antes que
ellos fueron elucubrados por
ejemplo, por los grupos de izquierda que apoyan los reclamos reformistas de las
masas para, así, “radicalizarlas”. O por
los políticos que siempre se cuidaron de “no alejarse demasiado de lo
que quiere la gente”. Si mencionáramos a los medios amarillos que se ajustan
sin más a “lo que el público pide” se nos diría que magnificamos.
Es la consabida alquimia de los fines (siempre supremos e
innegociables) y los medios (siempre oscuros, indefendibles y vergonzantes) que
se presenta como matriz de una táctica y es la auto-justificación de una
defección.
La defección es el pasaje - en verdad la permanencia - en el
discurso universitario. La intención que transparenta toda la publicidad de las
instituciones psicoanalíticas es la de parecerse a una universidad. Hacer “como
sí” lo fueran.
Además de los planes de enseñanza, los módulos, los
créditos, las becas, hay algo que se comunica a través de las imágenes mismas (discúlpesenos por
detenernos un momento en algo tan poco lacaniano como son las imágenes) : desde el detalle de las fotografías de las “casas
de estudio” sus puertas de acceso, sus pupitres, sus pizarras, sus pasillos,
hasta las “instantáneas”, sí, de sus profesores, llamados aquí docentes, a
veces “dictantes” (neologismo que probablemente quiere consonar, penosamente
hay que decirlo, con analizante) transmiten, muy fielmente el ambiente, el
color, el tono (y el gusto, que el lector sabrá juzgar) de estas prácticas.
La antigüedad de la institución, como si fuera per se garantía de algo, es un emblema que exhiben casi
todas, como así también la pertenencia a una red o asociación supranacional que
les daría supuestamente mayor
seriedad o prestigio. El nombre del fundador se exhibe también, no digamos para
beneficiarse de su prestigio sino seguramente como muestra de lealtad
permanente a los principios fundacionales. Cuando el fundador fue traicionado o
negociado en el camino queda el recurso express de la
re-fundación. Hasta se
puede recurrir al “ir más allá del padre” para darle a la operación sustento
teórico.
No se apartan pues, las instituciones analíticas de las
pautas generales del mercado. Es cierto que ninguna ha llegado a fórmulas
chabacanas del tipo “atendida por
sus propios dueños” o semejantes, pero también es verdad, bromas aparte, que
están muy por debajo de la sobriedad que pueden mostrar en su publicidad
cualquier asociación profesional o
científica de campos diversos.
Están hechas para acoger la demanda. Se diría, para
capturarla, para darle espesor, para impedir que escape. Y en efecto, de allí
no se sale fácilmente, ni en los hechos ni figuradamente. Ello vale para
los invitados pero también para
los invitantes (como se diría para estar a tono con los glosarios en uso). A
veces se cree conseguirlo con el cinismo al que se recurre con mayor urgencia y
frecuencia cuanto más asfixiante es el discurso. Pero no es éste un
procedimiento al alcance de todo
el mundo. Más difundida está la tontería, que como tan acertadamente se ha
dicho, es siempre un hacerse el tonto.
Esta puesta en escena del Otro, no por mostrarse sobre la
escena misma, sin velos, y ser naturalmente aceptada, es menos burda. Se completa con jerarquías y
“autoridades” que a veces bordean lo bizarro.
Dejemos de lado las ya inveteradas nominaciones con sus
jurados, garantías, comités, que como no podría ser de otro modo, han dado
lugar en sus inicios a lamentables tragedias y más tarde cuando su función de
manipulación política era vox populi, a verdaderas escenas de vodevil.
Un sistema de jerarquías a veces ostensible (y ostentosas)
otras no sutiles, más bien disimuladas, es principio y matriz de las
instituciones. No hay comisión que no tenga su “presidente”, departamento sin
su secretaría, programa de formación sin su director. Aquí un curso es
impartido por muchos “bajo la
orientación de tal” allá un instituto es creado “por decisión de tal otro” (entiéndase: por la sola y pura y
suficiente decisión de ese tal otro y como tal se lo hace saber en letras de
molde). Para la transmisión son designados quienes la resguardan, para la
formación quienes la garantizan. Por lo demás, cada evento es una delicada
urdimbre que reparte créditos entre el que expone, el que comenta, aquel que
coordina, el invitado que ya
confirmó su presencia, el que lo presenta. Las componendas que exige el diseño de una
marquesina de un teatro de revistas palidecen frente a esta ingeniería del
espectáculo psicoanalítico.
Pero todo esto, seamos francos, lo sabe todo el mundo. Se lo
dice a media voz - nuestra ética, como se sabe, no es kantiana –, en la
circunstancia apropiada, en confianza, no a cualquiera, entre amigos, entre
complinches (digámoslo así) pero no públicamente. Las justificaciones, que son
diversas y son siempre generalizaciones, circulan más libremente: desde el
condición “fatalmente
maquiavélica” de la política hasta
las características de la naturaleza humana,
la legitimidad de hacer valer el propio deseo cuando se trata de “yo o el
otro”, esto es, lo ineliminable (y tal vez beneficioso en algún sentido) de las
rivalidades, la imprescindible “aceptación de las diferencias”. En fin, la
colección interminable de lugares comunes.
De lo que quizás se esté menos advertido es que este
ordenamiento que, no hace falta decirlo, es político de extremo a extremo, se
continúa en una política respecto – y en el interior mismo – del saber, que le
es enteramente homogénea. Esto incluye a los mismos protagonistas: el que hace
de amo no está menos sometido a los espejismos de ese discurso que cualquier
otro, lo cual, por lo demás, no mengua sus privilegios.
Las aspiraciones universales o mundiales de algunos grupos
no son independientes de su ideal
universal de saber. Son lo mismo. Sus construcciones institucionales
piramidales y jerárquicas son homogéneas con sus edificios teóricos que se
elevan de lo particular a lo universal en una arborescencia invertida. Sus
construcciones teóricas, pomposas y acartonadas, tienen el mismo espíritu de
organigrama que impregna su funcionamiento. El orden, y los principios de
subordinación y dependencia de las categorías hacen apariencia de cientificidad
y seriedad.
La exigencia continuada de presentar supuestos nuevos
conceptos deriva naturalmente de ese ideal de cientificidad y también del
anhelo irresistible de hacerse autor. El resultado añade polución a un glosario
ya suficientemente castigado con neologismos y significantes infatuados, que no
pasan de “representar” la infatuación de sus hacedores.
Por supuesto que esto se sostiene porque siempre hay una
cohorte necesitada de teoría. No sólo de “seguir a alguien”, eso se sabe desde
siempre. La necesidad es de teoría, de tener qué estudiar: ese es el nombre privilegiado en nuestro campo de
la necesidad de amo y es fruto de un esfuerzo sostenido por
parte de los que se llaman a sí mismos “enseñantes”.
El psicoanálisis define una especie de saber que no es
disociable de la experiencia. No
se funda en una generalización o una universalización que se alcanzaría
“cortando amarras con lo pulsional”, sino, al revés, sosteniéndolas. Todas las
referencias de Lacan alrededor del saber-hacer y la artesanía, la importancia creciente de la
sublimación, las continuas remisiones al arte, en especial al poema, sitúan al psicoanálisis en un
espacio que se desmarca de la
ciencia pero sobre todo de ese engendro llamado ciencias humanas que es
la dirección decidida que ha tomado el posfreudismo y lo que con alguna
tristeza escuché nombrar como
“lacanismo real.”
Se trata más bien, entonces, de señalar la experiencia, de
señalizarla, en su lugar, en su momento. De procurar la nominación más leve, la
que menos pueda congelar esa experiencia, la que pueda fallar en su ambición de
representarla, la que se limite, como el puro mojón, como la sola piedra, a
señalar el lugar para que responda por ella el que esté dispuesto a llevarla a
cabo, el que esté dispuesto a tropezar.
No se trata de manufacturar “conceptos”, pretendidos (y
pretensiosos) representantes de la
experiencia. La teoría, por lo menos en nuestro campo, parece cada vez
más el recurso para eludirla o
para resguardarse de sus efectos.
Un discurso que no se detiene, que no se erige en autoridad
ni se ofrece como señuelo de nada, que no sueña con retener el goce ni acopiar
sus “plus”, que no manda ni educa, está ciertamente en los límites de lo
sostenible. Por supuesto se lo aplaude de lejos y “en general”, es decir por
fuera precisamente de su alcance. Varios de esos rasgos, sin embargo están
presentes también en la experiencia artística y quienes la practican parecen
más leales a ella que los psicoanalistas a la suya.
Cuando Lacan, tras décadas de diálogo con lo que Foucault
gustaba llamar la reflexión occidental, de demostraciones, polémicas y
refutaciones, de construcción de lo que muchos han celebrado como un “corpus”,
se encamina en una vía menos “geométrica”, menos preocupada en la demostración
y más librada tal vez a su discurrir, los profesores fruncen el seño con gesto
grave de “esto requiere estudiarse”. Cuando escribe un texto como
L´Étourdit no se atreven a leerlo, a librarse a una lectura. Se aplican a “analizarlo”, interpretarlo, explicarlo
en vistas a su próxima conferencia o “seminario”. Cuando Foucault les arroja en
la jeta lo que es un discurso
miran educadamente hacia otro lado. Si aceptan a un Beckett o un Joyce,
ejemplos ilustres de los que el psicoanálisis tiene todo para aprender, es
porque aspiran a que algo del prestigio del que gozan pueda pasar a quienes los
comentan o porque Lacan los ha citado y porque finalmente se trata “sólo de
literatura”. Igualmente los esterilizan con su hermenéutica, los
“psicoanalizan”, los explican, nosografían y liman, hasta donde les es posible,
sus aristas.
La política de los grupos es la política de la institución, de lo instituido, de lo
institucional: estrategia y táctica, medios y fines. La política del poder.
Pero ni tan siquiera del poder que verdaderamente se pone - él mismo - en juego
sino del poder que se procura siempre consolidar, atesorar, ostentar. Es la
política que excluye el acto. Que lo aplaza y lo desalienta allí donde podría
emerger. Es la política del cálculo. No de la apuesta sino de la
astucia, más bien de la
picardía. El acto desconoce la dialéctica de los medios y los fines,
desestabiliza y amenaza de incertidumbre todo cálculo, ignora la promesa y el
reconocimiento, insumos básicos de la
política institucional. Conviene pues guardar el acto en la vitrina,
sacarlo en los días de fiesta como la bandera de ceremonias en las
escuelas, es decir reducirlo a una
caricatura o banalizarlo como un adjetivo para dar brillo a cualquier
insignificancia o como tema mayor de sesudas elucubraciones “teóricas”. Como al
acto se le teme – no queremos sobresaltos, preferimos, Lacan dixit, ser
esclavos – los negocios del amo están allanados.
Cuando las instituciones objetan que la práctica de la extensión pueda sostenerse en el discurso
analítico – “la institución no puede ser un análisis de grupo” braman, como
quien proclama la verdad revelada – lo que rechazan es el acto, no la
transferencia por cierto, que es invocada hasta el hastío. Esto es: el amor (y
el temor a la pérdida de amor que siempre le acompaña) y por supuesto el
trabajo, el estudio, el reconocimiento recíproco (o casi) y la felicidad que
provee. En fin, cuanto más se
forcluye el acto más la promesa y el reconocimiento inundan la escena. Si el
acto depara eventualmente una
satisfacción no es que ella haya sido prometida por nadie, no es una
satisfacción merecida ni inmerecida. No hay pues diferencia ni en más ni en
menos entre lo esperado y lo alcanzado, ya que al acto no es causado por
ninguna esperanza.. No se puede pues hacer una política con el acto. La política es en todo caso sus efectos o se
ordena a partir de sus efectos.
En cuanto a la transferencia, la política comienza por
supuesto, tanto en la en la intensión como en la extensión, en no rechazarla.
Así podrá ser - a veces, tampoco
siempre - un efecto verificable y beneficioso en la cura o en lo que
llamamos comunidad de experiencia. Promoverla, en cambio, y aún estimularla,
celebrarla, festejarla y, sí,
premiarla, son los resortes de una política cuyas virtudes conocemos ya
suficientemente.
Esta es la institución, la institución psicoanalítica. Un
discreto manto de narcisismo la envuelve – Freud dijo que era ineliminable y lo
es ciertamente. Tampoco parece posible evitar que estén como lo están, sumidas
en esa niebla de vanidades, sometimientos, veleidades y medianía, con sus
pequeños pelotones remando en su
rutina, sus pequeñas esperanzas, su triste obediencia.
Ninguna extraterritorialidad entonces: integración y homogeneidad respecto de la comunidad y sus
instituciones, las universidades, los hospitales, la salud mental. Nada del
modo disruptivo o marginal en que pudieron haberse interesado respectivamente
por ejemplo en el hospital Foucault o Francoise Davoine. Las instituciones
psicoanalíticas han emprendido una
batalla más bien territorial
– con su dialéctica de disputa y negociación – por su reconocimiento en el
mercado de los saberes (y en el mercado a secas). Su movimiento no es tanto el
de descompletar el saber sino el de completarlo en el promocionada escena
interdisciplinaria.
Exactamente en la misma línea de la observación lacaniana sobre el carácter
parcial de la pulsión, de la
denuncia de la ilusión totalizante
de la pulsión genital, Foucault ha
denunciado los saberes totales y las instancias institucionales que los
corporizan. No es una mera relación de homología: es el mismo fenómeno
considerado en dos niveles diferentes que se potencian recíprocamente.nb