lunes, 13 de julio de 2015

bitácora junio 2015

Se acercan las elecciones. El teatro toma envión. Las pocas ideas se retiran para que la función alcance la movilidad y agilidad necesarias.

Hay un soborno de las buenas obras. Sería preferible algo más, otra cosa además de las buenas obras, pero es lo que hay y no se puede estar en contra de las buenas cosas porque vengan acompañadas de las cosas malas. Además, se dice, si criticamos las cosas malas pondríamos en peligro las buenas. Lo de dar argumentos a la oposición y todo eso.

Pero esta es una lógica inmunda, en verdad.
La de cuidar lo que hay para evitar lo peor.
Además, cómo se cuida.

¿Se puede no ser peronista? Si el peronismo es un acontecimiento, algo ocurrido y que persiste en ocurrir, aún habiendo los que medran con él, los que pueden manipularlo, los que se atribuyen haberlo generado o propiciado y ser entonces propietarios o herederos, es posible declararse “afuera” sin estar “en contra” por el sólo hecho de situarse de espaldas a él?

No es lo mismo tomar posición frente al peronismo que hacerlo frente a sus “direcciones”, reza la fórmula cara a la terminología troska. Pero decir algo de sus direcciones, del espectro ideológico que han abarcado, sería un poco difícil por lo extenso, y aún otorgándole toda la potencia de lo disruptivo, del acontecimiento, no es tan fácil concebir el peronismo, en su existencia histórica,  sin sus direcciones, las malas y las buenas.

Son estas cuestiones y las que siguen, las que se perciben -en los peronistas no congénitos, digamos así- como cuestiones de “consciencia”. Y porqué no habrían de serlo: la política, antes que un arte del cálculo y el juego es un modo de lo ético.

Hay una tradición, enlazada a una lógica, un método, que se proponen también, precisamente, como una ética de lectura de la historia. Lo enunciaré, para no demorarme, con la brutalidad misma de su enunciación: el pueblo nunca se equivoca. Como tradición es un fenómeno de la  periferia o, parecido, del sur. Quizás por eso el fenómeno nazi no lo interpela demasiado. En la defensa de la  montonera o del peronismo dice: es lo que fue, lo que pudo ser. Puede parecer tautológico, pero tiene su valor: objeta un saber que no podría decirse desde dónde se enuncia o que se enuncia más bien siempre desde el mismo lugar, el de la academia con o sin su toga. La objeción no es tanto del “contenido” de ese saber sino de sus pretensiones de universalidad, de la operación de arrancarlo de las condiciones que lo generaron y “aplicarlo” a otras: en otros tiempos en otros lugares, seguramente en otras circunstancias. Hay alrededor de todo esto, como se ve, una discusión compleja, epistemológica, sobre el saber, sobre las categorías abstractas y su validez en el campo de lo social, lo político, la historia. Aunque quizás la discusión no sea hasta tal punto compleja: ¿se trata en estos campos de ciencia o más bien de discurso, de discursividad? Un marxista de hace unas décadas diría –aunque ese decir no dejaría de acarrearle algunas complicaciones-: se trata de ideología. Esto es, de una fuerte impronta de la  enunciación en los enunciados o si se prefiere de un condicionamiento decisivo de los enunciados –y de la “consciencia” de los agentes- por las circunstancias en las que fueron acuñados. De una contaminación de las razones por los intereses o de una objeción –por lo menos en este campo- a la existencia de una razón desinteresada.

Es curioso entonces, lo que ocurre en este plano: es el marxismo mismo quien postula la eficacia de la  “estructura sobre la superestructura”, sin embargo se reserva para sí el carácter “científico” de sus afirmaciones. Esto es, que, aunque sea una ideología, es la que corresponde “objetivamente” a los intereses del proletariado. Es una ideología “científica”. Y el marxismo como tal se presenta así como un saber de aplicación,  es decir, válido para toda circunstancia.

Claro que éste es casi un palio-marxismo. El estallido de todo lo que se quería unificado ha alcanzado también al marxismo, no sólo en su existencia política y territorial sino –no podría haber sido de otra forma- también doctrinaria. Hay tal vez, ya, más marxismos que marxistas. Y el dogmatismo de aquel marxismo estuvo más determinado por las imposiciones geopolíticas del estalinismo que por su misma epistemología. Es sabido que la política del partido comunista argentino contra el peronismo se inició con la neutralidad de Perón en la primera guerra, cierta germanofilia determinada en parte al menos por su deseo de tomar distancia de los imperialismos inglés y norteamericano. El “fascismo” de Perón venía ya sancionado desde Moscú pero también desde Washington y Londres y eso quedó cristalizado ya cuando Perón ocupó el poder y luego durante décadas. Sin embargo también los grupos de izquierda enfrentados al PC fueron en distintos grados, antiperonistas.

Ha habido y aún hay una tradición no peronista de luchas obreras y populares antes y después de –y también durante- el peronismo. Ha habido –es extraño que se olvide este detalle- un cordobazo y  otros levantamientos por la misma época que no han sido peronistas, que no tuvieron ese signo, cuyos dirigentes o referentes o como quiera llamárseles no fueron peronistas. Han habido movimientos sindicales como los de Villa Constitución por nombrar sólo alguno, de orientación marxista en dura lucha –también es extraño que se haya adormecido hoy la consciencia de lo que fue y lo que es el sindicalismo peronista- con la burocracia sindical corrupta.

Es difícil caracterizar esos movimientos como “colonializados” o “dogmáticos”. En todo caso, si podemos criticar su dogmatismo, su doctrinarismo, su obstinación por las formas instituidas, etc. todo ello le cabe y quizás más aún al peronismo.

De modo que la oposición peronismo (espontaneidad, autenticidad, arraigo histórico, ideario surgido y enraizado en el movimiento histórico mismo) /izquierda-socialismo-comunismo (fórmulas dogmáticas, estereotipadas, trasplantadas, “europeas”), debiera poder matizarse. Y también, señalar a aquellos actores que supieron escapar a esa oposición, incentivada muchas veces de modo interesado y deshonesto sobre todo desde el peronismo pero también desde la ceguera política de la izquierda no alineada con el estalinismo y el comunismo soviético. Pienso por supuesto en J.W. Cooke, pero no sólo, también en Milcíades Peña que, si damos crédito al testimonio de A. Ramos, fue a pedir armas para resistir el golpe del 55. Y en el mismo Ramos, cuya trayectoria política un tanto errática contrasta con un análisis del peronismo de una enorme lucidez. Todos por fuera de las “estructuras”, incluso el mismo Cooke, que aunque fue delegado de Perón, mantuvo –caso único- frente al mismo Perón un pensamiento político completamente independiente y fue un enemigo jurado de la  burocracia política peronista.

La sempiterna crítica de la  izquierda al peronismo fundada en la distinción de unas bases revolucionarias y una dirección conservadora le cabe a la misma izquierda, conservadora en otros aspectos, pero conservadora al fin en un teoricismo y un doctrinarismo más arcaicos aún que aquél que el peronismo le ha reprochado -y que el mismo peronismo practicó aunque en su caso tal vez menos evidente por más rudimentario. El punto de inicio de todo grupo de izquierda ha sido desde siempre el “programa”, su autoproclamación como vanguardia y la organización del “partido” con sus “frentes”, “secretarías”, células, , responsables, direcciones congresos y toda su parafernalia jerárquico-burocrática. Y por supuesto la diferenciación con los otros grupos y las disputas por quién encarnaba la versión más pura del marxismo leninismo o el trotskismo o el maoísmo o lo que fuera.

Todo esto no es ninguna novedad y ha sido señalado innumerables veces y con agudeza por numerosos críticos de la  izquierda, provenientes muchos de ellos de la  izquierda misma. Pero no siempre se ha insistido en que estas características de la  izquierda son efecto de una visión iluminista, del saber y el poder que en la práctica desmienten todos los ideales de igualdad y libertad que proclaman. El fascismo que la izquierda le imputó al peronismo
tiene innumerables puntos de contacto con el autoritarismo, la idea elitista de ser la “vanguardia objetiva” de la  revolución, la misión de educar y crear consciencia a las masas, etc. etc. La denuncia del “verticalismo” (rebautizado hoy día de elegante “decisionismo”) le cabe con creces a la misma izquierda que lo practicó a escala mundial con su servilismo al estalinismo.

El peronismo, en contrapartida, no fue ningún movimiento popular con un “saber” que se habría generado a partir de su misma práctica política. Este discurso que la lucha política y social podría haber hecho progresar –y de hecho en parte, fragmentariamente, en momentos y lugares diferentes, lo hizo- fue, al contrario, cooptado, bloqueado, desviado por el discurso peronista.

El discurso peronista ha tenido como pilares la práctica y la doctrina del liderazgo, sostenidas con insistencia casi religiosa. No se ha tomado siquiera el trabajo de fingir una estética austera mimetizada con los pobres a quienes proclama defender. En las antípodas de cualquier franciscanismo, sus líderes -¡hasta la misma Evita!- han preferido la ostentación y la autoridad que se supone irradian los vestidos costosos, las joyas, o bien, el uniforme militar y sus insignias. No vamos a hablar de la doctrina peronista misma, ella sí ostensiblemente pobre, con el catecismo de la conciliación ( es decir de la  dominación) de clase, con su moral conservadora y su rosario de lugares comunes.

El peronismo no fue sin embargo un populismo conservador. Fue ¡y a 70 años de su irrupción en el poder sigue siéndolo! un desarrollismo insólito que insiste en una revolución burguesa sin burguesía. Es lo que le ha dado una suerte de apariencia revolucionaria invertida. Al modo de la  China y la Rusia post socialistas, se ha propuesto (y parece por momentos aún hoy insistir en eso), crear desde el estado una burguesía tomando apoyo para ello en … la clase obrera y en los sectores más pobres. No hace falta decir que las distancias con aquellas experiencia son siderales, además de que en el caso ruso la operación consistió más bien en privatizar lo que ya existía y era del estado. Pero el rasgo en común es que en forma declarada o con artilugios, son los mismos funcionarios del estado los que se constituyen en propietarios de las grandes empresas.
No es que esto no ocurra en cualquier país capitalista, no se precisa demasiada astucia para advertir que está en su naturaleza misma la interpenetración de los negocios y “la política”. La corrupción es el estado natural de las cosas en el capitalismo. Pero cuando un sector político se recorta y se separa de aquél que está formalmente anudado con el poder económico para disputar ese mismo poder económico y lo hace precisamente valiéndose de las armas que le proporciona el poder político del estado, (la fuerza pública, los “aparatos ideológicos del estado”) la burguesía consolidada, ella misma nacida del robo, la corrupción y la rapiña comienza a batir el parche de la  corrupción, el capitalismo de amigos y todo el estribillo que ya conocemos. Si el peronismo y movimientos similares toman apoyo en los pobres, la burguesía asociada al capital internacional agita a la timorata clase media hecha de sólidos principios morales abstractos, miedos inveterados y pequeñas (y medianas también, la medianía es su horizonte mismo) corrupciones cotidianas.

El desarrollismo ha tenido y tiene aún, por supuesto todo un espectro de posibilidades progresistas y el peronismo antes y ahora es ejemplo de ello. Su interés en el desarrollo del marcado interno, consecutivamente el impulso dado a una infraestructura acorde con esos fines lo hacen, para amplísimas capas de la  población una alternativa infinitamente más conveniente a lo que pudo ofrecerle antes el capitalismo industrial imperialista y hoy el capital financiero internacional, en realidad, éste sólo puede ofrecer exclusión y miseria. Pero también es cierto que el desarrollismo ha sido en América Latina en el corto y mediano plazo impotente frente al poder económico dominante y sus experiencias han concluido históricamente en derrotas. Y esto se debe simplemente al carácter capitalista del desarrollismo que ha llevado a las débiles burguesías locales a negociar con su enemigo. A negociar su entrega y la de los sectores populares que los acompañaron y sostuvieron. Los efectos de esa capitulación, obviamente, no son los mismos para los pobres que para los políticos y los empresarios embarcados en esos procesos. El debilitamiento y la derrota –sin dar combate- del peronismo en el 55 y sus traiciones comandada por Perón en los 70 y Menem en los 80 son manifestaciones de esa debilidad del desarrollismo que hay que pensar como discursiva en el sentido más fuerte del término.
Insistir en ese discurso no hace sino presagiar una nueva derrota.

16-6-15

En los medios progresistas afines a los movimientos políticos surgidos en América Latina y Europa hay una discusión que está a la orden del día: el papel, la función, del estado, de un lado, y el lugar de la movilización popular en esos procesos políticos. La discusión la ventila en cada ocasión que se le presenta, el vicepresidente boliviano García Llinera. En cierto modo es su tema de debate contra –aunque, hay que decirlo, es un debate muy respetuoso y civilizado- una orientación más puramente libertaria que en el plano intelectual tiene como representante bien visible a John Holloway y en el plano político más puro y duro probablemente al zapatismo.
Por supuesto y por razones obvias, la posición de G. Llinera es la que defienden la totalidad de los gobiernos populistas o populares de América Latina y también los recientes movimientos afines en España y Grecia.

Es la idea pura y simple de valerse del estado para mejorar las condiciones de vida del pueblo y progresar hacia el socialismo. La segunda parte de la  fórmula en verdad no es compartida por todos estos gobiernos. En Argentina, por lo menos, para los gobiernos peronistas, socialismo –si se exceptúa “la patria socialista” o la desafortunada apelación, hoy notablemente olvidada, a un socialismo nacional – es un término tabú en los medios peronistas. La idea se formula también en términos de considerar al estado como un campo de disputa entre los intereses populares y aquellos de la  burguesía o el imperialismo o el neoliberalismo. Esta tesis, en boca de García Llinera y de otros, se formula siempre aclarando que esta lucha debe sostenerse siempre en la movilización popular.

Lo que no siempre se aclara es si esa lucha –que en la vía más clásicamente revolucionaria al socialismo también está planteada pero decididamente en otros términos- tiene sus costos y cuáles son.

Y este es el punto central de la discusión con las posiciones más “libertarias” de cuño anarquista.

La posición anarquista, efectivamente, objeta toda forma de dirección, de gobierno, en términos marxistas, de “superestructura” y no sólo en lo político. También en lo jurídico. Objeta, de hecho, toda forma de saber y de poder que se independiza de la experiencia y termina, dice, oponiéndose,  obstaculizándola y desvirtuándola. Saber y poder, en esa vía tienden a unificarse, cada uno y uno con otro; a concentrarse y enfrentarse a las condiciones en las que se originaron. La idea anarquista plantea una entera solidaridad entre la experiencia y el saber de la experiencia haciendo bascular en forma continuada el genitivo. Esto no sólo en el campo de lo político sino en toda experiencia humana. Es una toma de posición política pero también epistémica. Y es, si se quiere, una interpretación radical y a la letra de la tesis marxista referida a la relación entre la “consciencia” o la ideología y la práctica social y aquella de la  división del trabajo en particular en el campo político. Y también una posición y una intervención fuerte en la discusión relativa a las condiciones de producción de del saber.

No tiene nada que ver con la encantadora división, complementación y circularidad de práctica y teoría. Es el saber que ocurre en el acto. El que lo sucede, con todas sus pretensiones de “formalización” podrá imaginarse por encima pero está más bien por debajo (si juzgamos el valor de un saber por su aptitud para cernir un real) en el nivel de la tranquilidad de la  elaboración secundaria.

En verdad, todas las categorías de la  política tradicional, incluida la leninista quedan objetadas en tanto es objetada la idea de representación. Y nuevamente, aquí, la crítica es política y epistémica a la vez. Hicieron falta  Deleuze y  Guattari, Foucault, para advertir los efectos de la categoría de representación en el campo del saber: una organización jerárquica piramidal que coincide con las indicaciones de Lacan respecto de la apropiación por el amo del saber del esclavo y reproduce el orden jerárquico en el que se organiza la vida social.

Pero este orden de la  representación es el que ha eliminado lo pulsional, la verdad y el deseo, del saber, la filosofía, la política. Y es el regreso de aquéllos lo que ha hecho estallar a partir de Nietzche la filosofía y a partir de Foucault las prácticas sociales y políticas. Una nueva lectura de Marx se ha vuelto posible retomando las tempranas (e “inmaduras”) intuiciones del joven Marx y situando la alienación marxista en relación al deseo freudiano. No es otra cosa la irrupción del acontecimiento en la concepción teleológica y teológica de la  Historia.nb  

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