domingo, 17 de noviembre de 2013

correos XXI contra la transferencia II



Querido C., te agradezco antes que nada la difusión de lo que escribí en torno a la cuestión del sujeto. En cualquier circunstancia, creo, es beneficioso hacer público lo que uno piensa y atender a los efectos que induce, sean los que fueren y en los planos que fueren. Eso puede enseñar: por un lado en torno a la cuestión misma que ocasionalmente se discute, por otro, al hecho mismo de la discusión, a los tonos y los modos que adopta, porque revelan, también éstos, discursos. Digo discursos y no la particularidad de las personas a las que afectan. Esto me interesa poco porque no lleva lejos.
Me sorprendió mucho Foucault cuando les dice a los muchachos de Miller – llamémoslos así, con humor pero sin (demasiada) malicia –  en el momento en que están hostigándolo por su Historia de la sexualidad: “no me gusta polemizar”. ¡Justo él que dijera una cosa así! Quizá estaba un poco harto. Pero quizá también, pensara que hay en la polémica un obstáculo que es el mismo que el de la intersubjetividad. Quiero decir, no el amor, sino un modo del amor que la intersubjetividad recrea inevitablemente pues está hecha de eso.
Leíamos hace poco en Blanchot su referencia - es decir, su estar referido - a la amistad. Un lazo, dice por ahí – aunque no creo que diga “lazo” – que, precisamente, no entraña la proximidad ni la práctica de las confidencias, de las complicidades. Proximidad en todo caso de lo inconmensurable, no reciprocidad. Se trata sin duda de otro amor, de un efecto, también él, fugaz, cuya repetición produzca quizá una ilusión de permanencia aunque sabemos que lo que repite no es lo mismo.
Me interesó mucho un pasaje de nuestra  última reunión de los viernes, a propósito de la transferencia. Lo retomo. En el significante que representa a un sujeto para otro significante, preguntaba yo: ¿dónde está la transferencia? Y me respondía – antes que respondiera A. –: la transferencia es al significante, como lo es al discurso. Pero, me corregiría ahora: ¿no es mejor decir que la transferencia es del significante, el que al fin y al cabo es quien representa al sujeto, el que hace el gasto, por así decir? Esto permitiría decir que las transferencias, como los amores en los que – como es sabido – cabe incluir los odios, rechazos y demás epifenómenos, son siempre efectos de discursos. Sí, además del de Barthes, hay discursos amorosos, lo cual no es una afirmación romántica (ni un elogio a ningún discurso por “amoroso”)  sino más bien lo contrario.
Voy a la respuesta de A., que es, me parece, la respuesta más clásica, en la que de hecho nos movemos habitualmente: la transferencia es al analista en tanto significante privilegiado, lo que llamamos significante de la transferencia. Pero hay allí –retomo la argumentación de aquél momento – un estatuto del significante que ya no es el mismo, y del sujeto, que tampoco es el mismo porque se trata de otra temporalidad que es la de la permanencia.
Y también aquí, la transferencia, ésta transferencia, va del significante al sujeto y también aquí es efecto de discurso.
Solemos argumentar que esta transferencia es la condición para que un análisis tenga lugar. Y no estamos lejos de lo que a veces se llama “transferencia imaginaria” que rápidamente le imputamos al analizante. Y bien, no. Es el significante analista el que induce esta transferencia del mismo modo que el deseo del analista sostiene la transferencia y el acto analíticos. Y el significante analista, también él efecto de discurso, lo es de los discursos que efectivamente circulan, funcionan, dominan. El significante analista se ofrece “activamente” al neurótico. Y se ofrece desde un discurso que no podría no ser afín al discurso de la neurosis. La oferta como siempre crea la demanda, hace relación, es solidaria y como tales intercambian continuamente sus lugares: la oferta es siempre una demanda y recíprocamente.
¿Es esto inevitable? Sin duda forma parte de lo posible. La oferta psicoanalítica forma parte de un fenómeno más amplio que es la conformación del saber psicoanalítico como práctica profesional. Foucault le llamó con dureza, actividad comercial. No sé si hablar de práctica profesional es más o menos duro, pero sí más preciso. Primero, porque históricamente es de ella o por lo menos en ella, que ha surgido la práctica del análisis, pero además porque se estableció, mayoritariamente, como tal, aunque con una serie de características particulares, con algunas variaciones en tiempos y lugares. El psicoanálisis que se quiso extraterritorial, se territorializó como diría Deleuze, de hecho fuertemente, en sus instituciones, en sus dispositivos, en sus rutinas. Se medicalizó incluso y retomó el modelo de la grilla diagnóstica de la psiquiatría.
En fin, no voy a hacer la historia de lo que todo el mundo conoce y que está ya ampliamente descrita. Quizá se ha hablado menos del modo que se afianzó en el saber psicoanalítico, de una vocación por el establecimiento en todas las vertientes del término, no sólo de los textos, como gustan decir los franceses, sino de un saber seguro, resguardado de las amenazas disolventes. Y ciertamente, establecimiento de los analistas, empezando por el AE (Analista Establecido) o del todavía Medianamente establecido, sucesores del Didacta ya convenientemente escrachado en su momento.
Cuando hablamos de transferencia y de suposición de saber, esa transferencia y esa suposición no es sin todo ello. Están moldeados en ello, sin desconocer las singularidades que toma en cada caso. No es que la persona llega con “la idea neurótica” de lo que es un análisis o un analista, llega con las ideas y las promesas que difunden no sólo los medios de vulgarización sino el discurso ya vulgarizado de los mismos psicoanalistas.
En fin, es más que dudoso que todo esto sea necesario para empezar un análisis que después se convertiría en un “verdadero análisis”.
El elogio en general a las coordenadas imaginarias, a lo “inevitable de lo imaginario”, la idea – inobjetable por otra parte – de que el discurso analítico funciona en los resquicios, emerge en las grietas de otros discursos, ha servido para todo, y sobre todo, para promover lo “inevitable” porque también es indispensable. Una vez alguien llegó a argumentar que había que conservar la institución psicoanalítica porque sino “nos quedaríamos sin síntoma en la extensión”.
La idea misma de un análisis como una progresión, aun cuando la progresión sea una regresión, implica una linealidad que es ajena al inconsciente y una supuesta temporalidad que se imagina a sí misma por encima de la temporalidad pulsátil e imprevisible del inconsciente. La mira desde arriba, la formula, la comprende, la juzga luminosa en el mismo acto que se atribuye la facultad de fijarle sus límites y neutralizarla. Es esa intemporalidad, correlativa del fantasma, la que supone un sujeto que progresaría con ella. Y todo el dispositivo, y el encuadre y el contrato, que sobreviven aunque no convenga nombrarlos, permanecen ahí para que lo fragmentario, contingente, impredecible del análisis, se amortigüen dentro de los carriles seguros de la “cura”.
Para decirlo en otros términos: son esas coordenadas las que permiten hacer del análisis - una práctica sin valor - un producto comercializable.
Hay una doble tenaza, las dos invisibles pero por razones opuestas: la del psicoanálisis como profesión, tan brutalmente presente como la carta robada. Y la otra, que llamaría epistémica: se cree que se puede hablar de cualquier cosa de cualquier modo, aunque en verdad siempre es el mismo  (y los resultados están a la vista): se pretende que la experiencia necesita de razones no sólo para validarla sino para acomodarla y darle su lugar. Para regularla. Es la ilusión iluminista valga la consonancia.  
Esa ilusión es la misma que cree captar la experiencia con el concepto. De ahí hay sólo un paso para arrogarse el legislar sobre ella, autorizarla o desautorizarla, reconocerla o negarla según se ajuste o no al canon.
Hace tiempo ya que Foucault denunció esa vía que tomó la filosofía o tal vez sería más ajustado decir el filósofo, en occidente al menos, de un discurrir que no juzgó ya necesaria alguna proximidad con la verdad, con los efectos y exigencias que eso conlleva. La verdad terminó teniendo mala prensa en los medios lacanianos. En algunos particularmente. Demasiada verdad melancoliza, tapona el deseo, es algo poco funcional para los tiempos que corren. Es más práctico recurrir sin demora a la representación y si ella está “formalizada” tanto mejor. Así, la extensión, de la que podría esperarse que fuera la continuación de la experiencia – por otros medios tal vez –, se ha vuelto su representación, y en el sentido más pobre también: su explicación, su justificación, su validación, como si aquella las precisara. Y así se habla, entonces: como doctores, o como profesores o conferencistas. Sin arte (seguramente eso no es para cualquiera) pero salvo rarezas, ni siquiera con humor. 
Sin duda mis comentarios sobre el sujeto son, como me lo sugeriste, un tanto sesgados o aún extremistas (¿traduzco extremistamente tu “in extremis”?). Lo son deliberadamente. Procuro ser tan poco riguroso como me sea posible. Pero, aparte de eso,  me parece que hacer foco en el discurso puede – en el psicoanálisis, en este momento – abrir más camino y desalienta esa pendiente de enti y ontificación del sujeto que siempre parece adelantársenos.
También, hablar de la experiencia quizá pueda propiciar un hablar que sea experiencia y eso pueda enseñarnos algo del sujeto porque la experiencia es – como el tango enseña – experiencia de no ser. Del dolor y también la liberación de ya no ser.
Aunque proponer temas a la discusión, a la conversación, tal vez sea  inevitable, deriva demasiado a menudo hacia la disputa al estilo damas/ caballeros, aún sentados del mismo lado de la ventanilla y por más caballeros (y caballeras) que nos queramos. Conversar de no importa qué, como sugería el venerable maestro, permite mejor perderse, y aunque per(der)se no es garantía de nada, puede ser la ocasión de encontrar algo. 
En fin, un abrazo, n.


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