política psicoanálisis
¿Movimiento, acto, acción política?
Basta con decir y decirla una política. Una política no destinada al beneficio, ni al poder.
Ni al poder todo como una vez se dijo del destinado a los
soviets ni al que cree legítimo
reclamar quien se reclama autor, líder, inspirador inspirado, padre de
la política.
Una política entonces, sin beneficios, sin todo, sin padre y
sin dios.
Conocemos (bastante bien) a los que, regurgitando el papel
de la última edición del último título deglutido con voracidad, ya están
afirmando: ¿sin el padre, sin el Nombre del Padre?:¡técnicamente imposible!
Los hemos frecuentado. Practican gargarismos con lo
imposible hasta que les tocan, no a la madre, sino precisamente, al padre. Los
que manotean el megáfono y convocan a matar al padre, pero, ¡ay!…
literariamente, simbólicamente (no alcanzamos a imaginar, lo que esta palabrita
puede contrabandear): matémosle, pero mantengamos, y no sólo: custodiemos, su orden.
Encantadora palabra también. Creen haber descubierto algo,
pero el orden en los dos géneros y
números se agita desde la noche de los tiempos. Y no sólo por conveniencias,
antes por terror a la libertad - no tendremos prurito alguno en evocarla - y a
la locura, aunque se haya pretendido salpicar con ésta aquélla, dando por
sentado que así se la degrada.
Afortunadamente, lo real escapa al orden. Y con él – y en él
– el acontecimiento, con el ac del acto.
Por supuesto, bastó que se alertara que hay acto, para que
la reserva de eruditos se apurara a estudiarlo, a dilucidar su ingeniería, a
promoverlo, a preverlo. Los más pragmáticos a producir el merchandising. Es decir – peste, pero en el peor
sentido – a aniquilarlo.
Lo que retorna no es el padre (ni su nombre – lo mismo en
definitiva). Es evidente que sigue aquí. Pulula. El capitalismo lo redujo a un
monigote, pero continúa siendo útil: aún conmueve, induce, convence. Emociona
si es preciso, y cuando es preciso, manda. No es necesario que lo nimbe lo
sublime. Ni conveniente. Es preferible que el pueblo crea que no cree.
Las disputas por calzarse su atuendo van de las graciosas
“guerras en los pie de página” (J.Villoro dixit) a las descontroladas
carnicerías.
Lo que retorna es, al contrario, lo que no tiene nombre. Lo
que sólo admite la celebración. Lo que se celebra o se festeja o se oficia. Lo
que reclama, (no “a nosotros” ni a nadie en particular, pues es su sola
existencia la que reclama, intransitivamente) realización. No normativización
ni reglamentación ni – ¡perdón! – simbolización, reintegración o elaboración,
sino existencia.
Una política sin beneficio para quienes la practican ni para
sus destinatarios porque no tiene destinatarios como quiera que se los llame:
la gente, los alumnos, la juventud, los pacientes. Si algo se satisface en esa
práctica ello no es convertible en moneda. Es sin valor. (Nadie quiso ver en
esta fórmula de Lacan – aunque lo dice sin ambages – la disyunción absoluta de
la práctica del análisis con el
discurso capitalista)
El acople de la pulsión al dinero (heces, niño, regalo, etc)
es decir, al modo capitalista de lazo social, conforma (en ambos sentidos) al sujeto del capitalismo. Pero
al golpe de genio de Freud se prefirió traducirlo como concerniente a la naturaleza
misma del sujeto con el supuesto de que
esto quiere decir algo.
Toda práctica que reduplique esa lógica de valor
reproducirá, por bellas que sean sus declaraciones, los goces que le son
correlativos y los lazos sociales que los aseguran. La práctica profesional e
institucional del psicoanálisis son de ello buen ejemplo, por insistentes que
sean las aleluyas y alabanzas a lo “beneficioso” del pago en la transferencia
(a la que hay que estar se nos
dice “siempre atentos”) y la cura y a la importancia que tiene en la
“estructura misma de la neurosis”.
Pero ciertamente, y antes que ninguna otra, son ejemplo de
aquello las prácticas políticas altruistas, grotescamente falsas, falsamente
desinteresadas, paternalistas (hay tantas propuestas políticas como tipos de
padre se pueden imaginar). No vamos a negar las simpatías, y hasta las
conveniencias, los ideales que insisten y persisten, los anhelos, el mamarracho
indescifrable que termina siendo lo que llamamos “nuestra historia política” ni
el dramatismo que reviste el presente que por sólo serlo nos concierne y nos
apremia. Pero no nos orienta ese horizonte sino, siempre, su punto de fuga.
Orientación más bien por el sobresalto y el desasosiego, sospecha hacia lo
rápidamente admitido, más aún si consensuado, peor si bendecido por alguna autoridad.
Ningún prejuicio nos distancia de la anarquía. Ni las observaciones,
innecesarias por obvias, que puedan hacérseles a los fervores idealistas del
anarquismo ni mucho, ni muchísimo menos, las que provienen de los refinamientos
teóricos que prohíja el discurso del amo.
Antes que eso reconocemos en el anarquismo los primeros y
quizás los únicos balbuceos todavía, de un discurso que podría dar lugar a lo
que el lazo social capitalista excluye y a un porvenir capaz de liberarse de
las ilusiones que son siempre las
que el amo promete.
El último gran invento del capitalismo – y difícilmente haya gran invento del capitalismo que no sea a la vez
gran negocio – ha sido la salud mental. El penúltimo lógicamente, la enfermedad
mental. Esto tanto en la versión original como en la más brutal y brutalmente
ajustada a sus fines de la
variación estalinista.
A este respecto, en lugar de comentar, ganaríamos – y
ganaría el lector – con la remisión lisa y llana a cualquier texto de Thomas
Szasz, autor cuya ingenuidad política, ideológica y aún, si se quiere,
epistémica, en vez de opacarlo lo destacan, por lo que alcanzó a despejar a
pesar de ella.
Szasz aporta respecto de Foucault lo que puede decir sobre
la cuestión alguien “de adentro”. Desde el mismo lógico positivismo demuele a
la psiquiatría: pseudo-científica, carente de pruebas y legitimidad,
mistificadora. Es de su propia medicina que Szasz le hace probar. Y va más allá: nos advierte de la
megalomanía psiquiátrica que no vacila en diagnosticar un ser humano, una sociedad,
un mundo “enfermos” y entonces… curables.
Pero no es eso lo que tanto asombra sino que, a más de medio
siglo de la antipsiquiatría, con
su candor y su valiente radicalidad y a décadas ya de Foucault, de Deleuze, de
la solitaria voz de Szasz, para el psicoanálisis - no digamos ya para la
psiquiatría de la que hace mucho
no hay nada que esperar, sino para el mismo psicoanálisis - es como si nada de
eso hubiese sido dicho y existido y siga sosteniendo ese engendro que es el
sujeto nosografiado.
Nosografiarlo con “las estructuras” (y aún con “la estructura”) o con el desnivel de los
neurotransmisores no cambia las cosas. Más bien las empeora, como ocurre
siempre cuando la estafa gana en sutilezas o en sofisticación.
Obstinarse en un saber sobre el sujeto inevitablemente
desanda el fecundo camino por el que se logró desagregar al sujeto del saber
pues invariablemente conduce no a suponerle – la suposición en todo caso
siempre se adivina suposición – sino a imputarle un saber y enseguida a
procurar imponerle uno. Pero esa parada ya es la del sujeto de la sociología, de la psicología y de todas las logias y
logías que puedan elucubrarse.
El psicoanálisis en tanto política puede ser custodio de un
lugar si sabe renunciar a serlo de un saber. Desafortunadamente, se mimetizó en
el orden establecido, reprodujo sus jerarquías y sus vanidades, cultivó sus
imposturas, no sedujo, apenas si supo sugestionar, y adormeció, sí, con
eficacia, a los que aspiraban a transcurrir sin sobresaltos en las efusiones de
una transferencia ramplona y en la tranquilidad del saber.
Encontrarse para hablar – y entonces, inevitablemente,
exponerse a la eventualidad de escuchar – es, como en la sesión analítica, la apuesta discreta del psicoanálisis.
Todo lo que se le agrega le resta, los “dispositivos” que procuran consolidarla
precisamente la consolidan y enseguida la quiebran, la planificación que
procura ordenar su marcha, “dirigirla”, la desvía o la detiene, las intenciones
de fortalecerla la debilitan. Esa precariedad, esa expectativa angustiada, como
la del acto estético o poético, es
también una política.
Como tal no tiene autoridades sino solamente practicantes
que se autorizan por sí en esa misma práctica. No tiene dirigentes ni
directores ya que es la política en tanto tal la que dirige. No tiene sede
sino, en la ocasión, un bar, , una biblioteca, un club o una plaza, o la calle,
públicos como la política. Lugares de paso, por donde se pasa. Un conversadero
(cf. M. De Certeau, Qué es un seminario)
No publicita nombres. Si ocasionalmente alude a ellos es
para localizar rápidamente lo que fue dicho antes que para saber quien lo dijo.
No hace del nombrar y la elusión del nombre (infantiles tácticas de
reconocimientos y ninguneos de amplia difusión en grupos e instituciones de
diferentes rubros) una estrategia. Con sólo dos palabras que pueden ser una,
podría nombrarse a sí misma: psicoanálisis política.
Quienes la practican toman referencia menos en sus
aspiraciones e ideales, cambiantes, casi siempre borrosos y proclives al
prejuicio, que en rechazos bien
definidos: al capitalismo, al discurso del amo, al “pensamiento” y las
prácticas profesionalizadas, a la erudición estéril y acartonada.
Una política tal, no estimula ilusiones que rápidamente traslucen el rostro
de la estafa. No cree en el
futuro, nombre progresista del mesías, de modo que mal podría trabajar para su
advenimiento. No agita proyectos.
No quiere cosechar nada ni recuperar nada en “transferencias”.
Hacer pie en la objeción, aún en la desconfianza, en la
interpretación, en la deconstrucción, y en el desbautismo, decir no, tal vez no sea una insuficiencia y si lo fuera no debería
inquietar: es preferible a cualquier suficiencia. Y suspicacia y recelo no son
desdeñables para situarse en la época.
Como en el análisis: ni respuestas ni propuestas, sino sostener condiciones que obstaculicen el
adormecimiento y el confort yoico, el liderazgo, las jerarquías, la
uniformidad, la unificación, y los “uni” en general.
El trayecto,
impredecible, incierto, accidentado está librado a lo que se dice y seguramente
a cómo se dice.
La vocación no es, como se ve, institucional. No es una
invitación a estudiar ni escribir ni a dar o recibir clases. No anhelamos
organizar una “biblioteca” ni un centro de conferencias o disertaciones. Ni
grupos de “trabajo” ni “investigación”. Nada en contra de eso pero los
conversaderos no son los mejores espacios para actividades tan prestigiadas.
El sentido de cualquier eventual publicación es,como el término lo dice, el hacer
público, más público lo que de hecho ya lo es: el difundir. Plagiemos - y distorcionemos - de nuevo al
lúcido J. Villoro: interesa menos la obra que la circunstancia. dp
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