miércoles, 10 de octubre de 2012


Me parece que en una sociedad como la nuestra, la verdadera tarea política es criticar el juego de las instituciones en apariencia neutras e independientes, criticarlas y atacarlas de manera tal que la violencia política, que se ejerce oscuramente en ellas sea desenmascarada y que se pueda luchar contra ellas.

Michel Foucault, Dits et écrits vol. IV

… Hay una lógica en las instituciones, en la conducta de los individuos y en las relaciones políticas. Hay una racionalidad aún en las formas más violentas. En la violencia lo más peligroso es su racionalidad … La violencia encuentra su anclaje más profundo y su forma de permanencia en las formas de racionalidad que utilizamos. Se ha afirmado que si viviésemos en un mundo racional, podríamos deshacernos de la  violencia. Es completamente falso. Entre violencia y racionalidad no hay incompatibilidad.

Michel Foucault, Dits et écrits vol. III



¿Es legítimo juzgar una institución psicoanalítica por su modo de presentarse, sus gacetillas, sus declaraciones, su página en Internet?

Sí, sin duda. Como lo es tener en cuenta sus actividades, el texto de sus invitaciones y convocatorias. Y también los “formatos”, esto es, sin pretender con ello ningún análisis semiológico riguroso, intentar leer allí mensajes y significaciones - que apenas lo requieren, puesto que hablan, en su mayoría, por sí solos.

Se trata de discurso. No es el único modo ni el único espacio en el que el discurso de la  institución, de las instituciones, se manifiesta. Pero es un espacio privilegiado porque es desde donde se dirigen a la sociedad, “representando” al psicoanálisis como a veces se proclama.

Dejemos a un lado la cuestión de la  representación, pasemos también la de si el psicoanálisis es representable, qué o quién podría representarlo y de qué se trataría en esa operación y limitémonos en principio a tomar nota, como se dice, de lo que hay.

Lo que hay es una oferta. Homogénea, por lo menos mucho más homogénea de lo que podría suponerse a partir de supuestas diferencias entre las instituciones en cuestión.

Se ofrecen antes que nada cursos. Es lo que aparece en el lugar central de las páginas en las que se presentan las instituciones. Y es el contenido, central también, de lo que anuncian sus publicidades.

Los cursos, llamados también “seminarios”, a veces ciclos, o “cursus”, son presentados a menudo como “intensivos”. Otras veces se denominan de postgrado aunque no suelen explicitar el grado al que, se supone, suceden (no se trata, evidentemente, del grado que toma el analista en la institución: a.e., a.m.e., etc) y parece sobreentenderse que se trataría del título de psicólogo o tal vez de médico. Los cursos, en las instituciones de más envergadura, están organizados dentro de un “instituto”. En una de ellas existe incluso un Colegio de Graduados. Hay también maestrías con “práctica” y por cierto “diplomados”.

La función y finalidad de los cursos son la  enseñanza y la formación (se habla de “espacios de formación”, “exigencia de formación permanente”, etc.) términos, habrá de recordarse, que merecieron alguna consideración por parte de Lacan.

Estos modos que no parecen distinguirse de los de cualquier oferta de formación profesional o universitaria, se acompaña sin embargo de declaraciones de método o de principios que garantizarían el estatuto psicoanalítico de lo que se ofrece. Así, la institución que referíamos recién (la del instituto, el colegio de graduados, los diplomados, etc.) declara estar guiada por “una interrogación permanente sobre los aparatos de enseñanza para que éstos sean cada vez más acordes al real propio del psicoanálisis”. Y transcribe una conferencia en la que curiosamente se recuerda que “en ninguna parte del mundo existe diploma de psicoanálisis” (en el mismo espacio en el que se habla de graduados y diplomados, práctica clínica, etc.). También define las actividades como “enseñanza de postgrado” y dice que se llevan a cabo “manteniendo las coordenadas de la orientación lacaniana.”

Otra institución cuya página presenta en su inicio su “Curso anual” que aunque anual es también “intensivo”,  ofrece asimismo otro curso Para entrar al discurso del psicoanálisis (tal es su denominación)

Una tercera institución inicia su página con tres cursos, (con tres reproducciones de los afiches que los anuncian) y un “Programa de formación en psicoanálisis”, esta vez de tres años con una aclaración en el encabezamiento mismo del anuncio: el programa “acredita 400 horas”.

En este caso, como en el de casi todas las instituciones, esta oferta de cursos coexiste con extensos e intensos desarrollos sobre la transmisión, la enseñanza, la formación, el discurso del psicoanálisis y aquel de la  universidad, etc. etc. Esto es: por un lado, una aparente preocupación por el rigor o rigurosidad, que resulta una insistencia machacona en los principios, un lenguaje repetitivo y cerrado sobre sí mismo que parece auto-elogiarse por no ceder a las facilidades e imprecisiones del lenguaje corriente. Por el otro, una práctica pedagógica más plana y vulgar de lo que es de por sí cualquier pedagogía. Incluso evidentemente anquilosada respecto de las propuestas pedagógicas con relevancia en la actualidad. Es verosímil pensar que se sobreactúa para equilibrar.

Pero se trata simplemente de las complicaciones inherentes a una práctica de marketing para sostener una actividad profesional-comercial que se quiere disimular – un poco, tampoco tanto – pues se la juzga, se la sabe, vergonzante.

La oferta responde a una demanda que por lo menos tiene dos aspectos aunque profusamente imbricados entre sí.

Por un lado es la demanda de un saber sistemático, completo y, no diremos totalitario, pero sí, sin duda, totalizante. Fantasma obsesivo al que las instituciones se avienen, se anticipan en verdad. Argumentan que de este modo “no rechazan la demanda” pero es evidente que la estimulan – en su modalidad más consistente – hasta invertirla.

Muchos psicoanalistas llegan a decir que es un anzuelo que se lanza a la demanda neurótica para luego “desbaratarla”, “confrontarla con su imposibilidad”, etc. Son argumentos encantadores, pero mucho antes que ellos  fueron elucubrados por ejemplo, por los grupos de izquierda que apoyan los reclamos reformistas de las masas para, así, “radicalizarlas”. O por  los políticos que siempre se cuidaron de “no alejarse demasiado de lo que quiere la gente”. Si mencionáramos a los medios amarillos que se ajustan sin más a “lo que el público pide” se nos diría que magnificamos.

Es la consabida alquimia de los fines (siempre supremos e innegociables) y los medios (siempre oscuros, indefendibles y vergonzantes) que se presenta como matriz de una táctica y es la auto-justificación de una defección.

La defección es el pasaje - en verdad la permanencia - en el discurso universitario. La intención que transparenta toda la publicidad de las instituciones psicoanalíticas es la de parecerse a una universidad. Hacer “como sí” lo fueran.

Además de los planes de enseñanza, los módulos, los créditos, las becas, hay algo que se comunica a través de  las imágenes mismas (discúlpesenos por detenernos un momento en algo tan poco lacaniano como son las imágenes) : desde  el detalle de las fotografías de las “casas de estudio” sus puertas de acceso, sus pupitres, sus pizarras, sus pasillos, hasta las “instantáneas”, sí, de sus profesores, llamados aquí docentes, a veces “dictantes” (neologismo que probablemente quiere consonar, penosamente hay que decirlo, con analizante) transmiten, muy fielmente el ambiente, el color, el tono (y el gusto, que el lector sabrá juzgar) de estas prácticas.

La antigüedad de la institución, como si fuera per se garantía de algo, es un emblema que exhiben casi todas, como así también la pertenencia a una red o asociación supranacional que les daría supuestamente  mayor seriedad o prestigio. El nombre del fundador se exhibe también, no digamos para beneficiarse de su prestigio sino seguramente como muestra de lealtad permanente a los principios fundacionales. Cuando el fundador fue traicionado o negociado en el camino queda el recurso express de la  re-fundación.  Hasta se puede recurrir al “ir más allá del padre” para darle a la operación sustento teórico. 

No se apartan pues, las instituciones analíticas de las pautas generales del mercado. Es cierto que ninguna ha llegado a fórmulas chabacanas del tipo  “atendida por sus propios dueños” o semejantes, pero también es verdad, bromas aparte, que están muy por debajo de la sobriedad que pueden mostrar en su publicidad cualquier  asociación profesional o científica de campos diversos.  

Están hechas para acoger la demanda. Se diría, para capturarla, para darle espesor, para impedir que escape. Y en efecto, de allí no se sale fácilmente, ni en los hechos ni figuradamente. Ello vale para los  invitados pero también para los invitantes (como se diría para estar a tono con los glosarios en uso). A veces se cree conseguirlo con el cinismo al que se recurre con mayor urgencia y frecuencia cuanto más asfixiante es el discurso. Pero no es éste un procedimiento  al alcance de todo el mundo. Más difundida está la tontería, que como tan acertadamente se ha dicho, es siempre un hacerse el tonto.

Esta puesta en escena del Otro, no por mostrarse sobre la escena misma, sin velos, y ser naturalmente  aceptada, es menos burda. Se completa con jerarquías y “autoridades” que a veces bordean lo bizarro.

Dejemos de lado las ya inveteradas nominaciones con sus jurados, garantías, comités, que como no podría ser de otro modo, han dado lugar en sus inicios a lamentables tragedias y más tarde cuando su función de manipulación política era vox populi, a verdaderas escenas de vodevil.

Un sistema de jerarquías a veces ostensible (y ostentosas) otras no sutiles, más bien disimuladas, es principio y matriz de las instituciones. No hay comisión que no tenga su “presidente”, departamento sin su secretaría, programa de formación sin su director. Aquí un curso es impartido por muchos “bajo la orientación de tal” allá un instituto es creado “por decisión de tal otro” (entiéndase: por la sola y pura y suficiente decisión de ese tal otro y como tal se lo hace saber en letras de molde). Para la transmisión son designados quienes la resguardan, para la formación quienes la garantizan. Por lo demás, cada evento es una delicada urdimbre que reparte créditos entre el que expone, el que comenta, aquel que  coordina, el invitado que ya confirmó su presencia, el que lo presenta. Las componendas que exige el diseño de una marquesina de un teatro de revistas palidecen frente a esta ingeniería del espectáculo psicoanalítico.

Pero todo esto, seamos francos, lo sabe todo el mundo. Se lo dice a media voz - nuestra ética, como se sabe, no es kantiana –, en la circunstancia apropiada, en confianza, no a cualquiera, entre amigos, entre complinches (digámoslo así) pero no públicamente. Las justificaciones, que son diversas y son siempre generalizaciones, circulan más libremente: desde el condición  “fatalmente maquiavélica” de la  política hasta las características de la naturaleza humana, la legitimidad de hacer valer el propio deseo cuando se trata de “yo o el otro”, esto es, lo ineliminable (y tal vez beneficioso en algún sentido) de las rivalidades, la imprescindible “aceptación de las diferencias”. En fin, la colección interminable de lugares comunes.

De lo que quizás se esté menos advertido es que este ordenamiento que, no hace falta decirlo, es político de extremo a extremo, se continúa en una política respecto – y en el interior mismo – del saber, que le es enteramente homogénea. Esto incluye a los mismos protagonistas: el que hace de amo no está menos sometido a los espejismos de ese discurso que cualquier otro, lo cual, por lo demás, no mengua sus privilegios.

Las aspiraciones universales o mundiales de algunos grupos no son independientes de su  ideal universal de saber. Son lo mismo. Sus construcciones institucionales piramidales y jerárquicas son homogéneas con sus edificios teóricos que se elevan de lo particular a lo universal en una arborescencia invertida. Sus construcciones teóricas, pomposas y acartonadas, tienen el mismo espíritu de organigrama que impregna su funcionamiento. El orden, y los principios de subordinación y dependencia de las categorías hacen apariencia de cientificidad y seriedad.

La exigencia continuada de presentar supuestos nuevos conceptos deriva naturalmente de ese ideal de cientificidad y también del anhelo irresistible de hacerse autor. El resultado añade polución a un glosario ya suficientemente castigado con neologismos y significantes infatuados, que no pasan de “representar” la infatuación de sus hacedores.

Por supuesto que esto se sostiene porque siempre hay una cohorte necesitada de teoría. No sólo de “seguir a alguien”, eso se sabe desde siempre. La necesidad es de teoría, de tener qué estudiar: ese es el  nombre privilegiado en nuestro campo de la  necesidad de amo y es  fruto de un esfuerzo sostenido por parte de los que se llaman a sí mismos “enseñantes”. 

El psicoanálisis define una especie de saber que no es disociable de la  experiencia. No se funda en una generalización o una universalización que se alcanzaría “cortando amarras con lo pulsional”, sino, al revés, sosteniéndolas. Todas las referencias de Lacan alrededor del saber-hacer y la artesanía,  la importancia creciente de la sublimación, las continuas remisiones al arte, en especial al  poema, sitúan al psicoanálisis en un espacio que se desmarca de la  ciencia pero sobre todo de ese engendro llamado ciencias humanas que es la dirección decidida que ha tomado el posfreudismo y lo que con alguna tristeza escuché nombrar como  “lacanismo real.”

Se trata más bien, entonces, de señalar la experiencia, de señalizarla, en su lugar, en su momento. De procurar la nominación más leve, la que menos pueda congelar esa experiencia, la que pueda fallar en su ambición de representarla, la que se limite, como el puro mojón, como la sola piedra, a señalar el lugar para que responda por ella el que esté dispuesto a llevarla a cabo, el que esté dispuesto a tropezar.

No se trata de manufacturar “conceptos”, pretendidos (y pretensiosos) representantes de la  experiencia. La teoría, por lo menos en nuestro campo, parece cada vez más el recurso  para eludirla o para resguardarse de sus efectos.

Un discurso que no se detiene, que no se erige en autoridad ni se ofrece como señuelo de nada, que no sueña con retener el goce ni acopiar sus “plus”, que no manda ni educa, está ciertamente en los límites de lo sostenible. Por supuesto se lo aplaude de lejos y “en general”, es decir por fuera precisamente de su alcance. Varios de esos rasgos, sin embargo están presentes también en la experiencia artística y quienes la practican parecen más leales a ella que los psicoanalistas a la suya.

Cuando Lacan, tras décadas de diálogo con lo que Foucault gustaba llamar la reflexión occidental, de demostraciones, polémicas y refutaciones, de construcción de lo que muchos han celebrado como un “corpus”, se encamina en una vía menos “geométrica”, menos preocupada en la demostración y más librada tal vez a su discurrir, los profesores fruncen el seño con gesto grave de “esto requiere estudiarse”. Cuando escribe un texto como L´Étourdit  no se atreven a leerlo, a librarse a una lectura. Se aplican a  “analizarlo”, interpretarlo, explicarlo en vistas a su próxima conferencia o “seminario”. Cuando Foucault les arroja en la jeta lo que es un discurso miran educadamente hacia otro lado. Si aceptan a un Beckett o un Joyce, ejemplos ilustres de los que el psicoanálisis tiene todo para aprender, es porque aspiran a que algo del prestigio del que gozan pueda pasar a quienes los comentan o porque Lacan los ha citado y porque finalmente se trata “sólo de literatura”. Igualmente los esterilizan con su hermenéutica, los “psicoanalizan”, los explican, nosografían y liman, hasta donde les es posible, sus aristas.

La política de los grupos es la política de la  institución, de lo instituido, de lo institucional: estrategia y táctica, medios y fines. La política del poder. Pero ni tan siquiera del poder que verdaderamente se pone - él mismo - en juego sino del poder que se procura siempre consolidar, atesorar, ostentar. Es la política que excluye el acto. Que lo aplaza y lo desalienta allí donde podría emerger. Es la política del cálculo. No de la  apuesta sino de la  astucia, más bien de la  picardía. El acto desconoce la dialéctica de los medios y los fines, desestabiliza y amenaza de incertidumbre todo cálculo, ignora la promesa y el reconocimiento, insumos básicos de la  política institucional. Conviene pues guardar el acto en la vitrina, sacarlo en los días de fiesta como la bandera de ceremonias en las escuelas,  es decir reducirlo a una caricatura o banalizarlo como un adjetivo para dar brillo a cualquier insignificancia o como tema mayor de sesudas elucubraciones “teóricas”. Como al acto se le teme – no queremos sobresaltos, preferimos, Lacan dixit, ser esclavos – los negocios del amo están allanados.

Cuando las instituciones objetan que la práctica de la  extensión pueda sostenerse en el discurso analítico – “la institución no puede ser un análisis de grupo” braman, como quien proclama la verdad revelada – lo que rechazan es el acto, no la transferencia por cierto, que es invocada hasta el hastío. Esto es: el amor (y el temor a la pérdida de amor que siempre le acompaña) y por supuesto el trabajo, el estudio, el reconocimiento recíproco (o casi) y la felicidad que provee. En fin,  cuanto más se forcluye el acto más la promesa y el reconocimiento inundan la escena. Si el acto depara eventualmente  una satisfacción no es que ella haya sido prometida por nadie, no es una satisfacción merecida ni inmerecida. No hay pues diferencia ni en más ni en menos entre lo esperado y lo alcanzado, ya que al acto no es causado por ninguna esperanza.. No se puede pues hacer una política con el acto. La política es en todo caso sus efectos o se ordena  a partir de sus efectos.
En cuanto a la transferencia, la política comienza por supuesto, tanto en la en la intensión como en la extensión, en no rechazarla. Así podrá ser - a veces, tampoco  siempre - un efecto verificable y beneficioso en la cura o en lo que llamamos comunidad de experiencia. Promoverla, en cambio, y aún estimularla, celebrarla, festejarla y, sí,  premiarla, son los resortes de una política cuyas virtudes conocemos ya suficientemente.

Esta es la institución, la institución psicoanalítica. Un discreto manto de narcisismo la envuelve – Freud dijo que era ineliminable y lo es ciertamente. Tampoco parece posible evitar que estén como lo están, sumidas en esa niebla de vanidades, sometimientos, veleidades y medianía, con sus pequeños pelotones remando en su  rutina, sus pequeñas esperanzas, su triste obediencia.

Ninguna extraterritorialidad entonces: integración y homogeneidad respecto de la comunidad y sus instituciones, las universidades, los hospitales, la salud mental. Nada del modo disruptivo o marginal en que pudieron haberse interesado respectivamente por ejemplo en el hospital Foucault o Francoise Davoine. Las instituciones psicoanalíticas han emprendido una  batalla más bien territorial – con su dialéctica de disputa y negociación – por su reconocimiento en el mercado de los saberes (y en el mercado a secas). Su movimiento no es tanto el de descompletar el saber sino el de completarlo en el promocionada escena interdisciplinaria.


Exactamente en la misma línea de la  observación lacaniana sobre el carácter parcial de la  pulsión, de la denuncia de la  ilusión totalizante de la  pulsión genital, Foucault ha denunciado los saberes totales y las instancias institucionales que los corporizan. No es una mera relación de homología: es el mismo fenómeno considerado en dos niveles diferentes que se potencian recíprocamente.nb

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