miércoles, 1 de mayo de 2013

política psicoanálisis

¿Movimiento, acto, acción política?

Basta con decir y decirla una política. Una política no destinada al beneficio, ni al poder. Ni al poder todo como  una vez se dijo del destinado a los soviets ni al que cree legítimo  reclamar quien se reclama autor, líder, inspirador inspirado, padre de la política.

Una política entonces, sin beneficios, sin todo, sin padre y sin dios.

Conocemos (bastante bien) a los que, regurgitando el papel de la última edición del último título deglutido con voracidad, ya están afirmando: ¿sin el padre, sin el Nombre del Padre?:¡técnicamente imposible!

Los hemos frecuentado. Practican gargarismos con lo imposible hasta que les tocan, no a la madre, sino precisamente, al padre. Los que manotean el megáfono y convocan a matar al padre, pero, ¡ay!… literariamente, simbólicamente (no alcanzamos a imaginar, lo que esta palabrita puede contrabandear): matémosle, pero mantengamos, y no sólo: custodiemos, su orden.

Encantadora palabra también. Creen haber descubierto algo, pero el orden en los dos géneros y números se agita desde la noche de los tiempos. Y no sólo por conveniencias, antes por terror a la libertad - no tendremos prurito alguno en evocarla - y a la locura, aunque se haya pretendido salpicar con ésta aquélla, dando por sentado que así se la degrada.

Afortunadamente, lo real escapa al orden. Y con él – y en él – el acontecimiento, con el ac del acto.

Por supuesto, bastó que se alertara que hay acto, para que la reserva de eruditos se apurara a estudiarlo, a dilucidar su ingeniería, a promoverlo, a preverlo. Los más pragmáticos a producir el merchandising.  Es decir – peste, pero en el peor sentido – a aniquilarlo.

Lo que retorna no es el padre (ni su nombre – lo mismo en definitiva). Es evidente que sigue aquí. Pulula. El capitalismo lo redujo a un monigote, pero continúa siendo útil: aún conmueve, induce, convence. Emociona si es preciso, y cuando es preciso, manda. No es necesario que lo nimbe lo sublime. Ni conveniente. Es preferible que el pueblo crea que no cree.

Las disputas por calzarse su atuendo van de las graciosas “guerras en los pie de página” (J.Villoro dixit) a las descontroladas carnicerías.

Lo que retorna es, al contrario, lo que no tiene nombre. Lo que sólo admite la celebración. Lo que se celebra o se festeja o se oficia. Lo que reclama, (no “a nosotros” ni a nadie en particular, pues es su sola existencia la que reclama, intransitivamente) realización. No normativización ni reglamentación ni – ¡perdón! – simbolización, reintegración o elaboración, sino existencia.

Una política sin beneficio para quienes la practican ni para sus destinatarios porque no tiene destinatarios como quiera que se los llame: la gente, los alumnos, la juventud, los pacientes. Si algo se satisface en esa práctica ello no es convertible en moneda. Es sin valor. (Nadie quiso ver en esta fórmula de Lacan – aunque lo dice sin ambages – la disyunción absoluta de la  práctica del análisis con el discurso capitalista)

El acople de la pulsión al dinero (heces, niño, regalo, etc) es decir, al modo capitalista de lazo social,  conforma (en ambos sentidos) al sujeto del capitalismo. Pero al golpe de genio de Freud se prefirió traducirlo como concerniente a la naturaleza misma del sujeto con el supuesto de que esto quiere decir algo.

Toda práctica que reduplique esa lógica de valor reproducirá, por bellas que sean sus declaraciones, los goces que le son correlativos y los lazos sociales que los aseguran. La práctica profesional e institucional del psicoanálisis son de ello buen ejemplo, por insistentes que sean las aleluyas y alabanzas a lo “beneficioso” del pago en la transferencia (a la que  hay que estar se nos dice “siempre atentos”) y la cura y a la importancia que tiene en la “estructura misma de la  neurosis”.

Pero ciertamente, y antes que ninguna otra, son ejemplo de aquello las prácticas políticas altruistas, grotescamente falsas, falsamente desinteresadas, paternalistas (hay tantas propuestas políticas como tipos de padre se pueden imaginar). No vamos a negar las simpatías, y hasta las conveniencias, los ideales que insisten y persisten, los anhelos, el mamarracho indescifrable que termina siendo lo que llamamos “nuestra historia política” ni el dramatismo que reviste el presente que por sólo serlo nos concierne y nos apremia. Pero no nos orienta ese horizonte sino, siempre, su punto de fuga. Orientación más bien por el sobresalto y el desasosiego, sospecha hacia lo rápidamente admitido, más aún si consensuado, peor si  bendecido por alguna autoridad.

Ningún prejuicio nos distancia de la  anarquía. Ni las observaciones, innecesarias por obvias, que puedan hacérseles a los fervores idealistas del anarquismo ni mucho, ni muchísimo menos, las que provienen de los refinamientos teóricos que prohíja el discurso del amo. 

Antes que eso reconocemos en el anarquismo los primeros y quizás los únicos balbuceos todavía, de un discurso que podría dar lugar a lo que el lazo social capitalista excluye y a un porvenir capaz de liberarse de las  ilusiones que son siempre las que el amo promete.

El último gran invento del capitalismo – y difícilmente  haya gran invento del capitalismo que no sea a la vez gran negocio – ha sido la salud mental. El penúltimo lógicamente, la enfermedad mental. Esto tanto en la versión original como en la más brutal y brutalmente ajustada a sus fines de la  variación estalinista.

A este respecto, en lugar de comentar, ganaríamos – y ganaría el lector – con la remisión lisa y llana a cualquier texto de Thomas Szasz, autor cuya ingenuidad política, ideológica y aún, si se quiere, epistémica, en vez de opacarlo lo destacan, por lo que alcanzó a despejar a pesar de ella.

Szasz aporta respecto de Foucault lo que puede decir sobre la cuestión alguien “de adentro”. Desde el mismo lógico positivismo demuele a la psiquiatría: pseudo-científica, carente de pruebas y legitimidad, mistificadora. Es de su propia medicina que Szasz le hace probar.  Y va más allá: nos advierte de la megalomanía psiquiátrica que no vacila en diagnosticar un ser humano, una sociedad, un mundo “enfermos” y entonces… curables.

Pero no es eso lo que tanto asombra sino que, a más de medio siglo de la  antipsiquiatría, con su candor y su valiente radicalidad y a décadas ya de Foucault, de Deleuze, de la solitaria voz de Szasz, para el psicoanálisis - no digamos ya para la psiquiatría de la  que hace mucho no hay nada que esperar, sino para el mismo psicoanálisis - es como si nada de eso hubiese sido dicho y existido y siga sosteniendo ese engendro que es el sujeto nosografiado.

Nosografiarlo con “las estructuras” (y aún con “la estructura”) o con el desnivel de los neurotransmisores no cambia las cosas. Más bien las empeora, como ocurre siempre cuando la estafa gana en sutilezas o en sofisticación.

Obstinarse en un saber sobre el sujeto inevitablemente desanda el fecundo camino por el que se logró desagregar al sujeto del saber pues invariablemente conduce no a suponerle – la suposición en todo caso siempre se adivina suposición – sino a imputarle un saber y enseguida a procurar imponerle uno. Pero esa parada ya es la del sujeto de la  sociología, de la  psicología y de todas las logias y logías que puedan elucubrarse.

El psicoanálisis en tanto política puede ser custodio de un lugar si sabe renunciar a serlo de un saber. Desafortunadamente, se mimetizó en el orden establecido, reprodujo sus jerarquías y sus vanidades, cultivó sus imposturas, no sedujo, apenas si supo sugestionar, y adormeció, sí, con eficacia, a los que aspiraban a transcurrir sin sobresaltos en las efusiones de una transferencia ramplona y en la tranquilidad del saber.

Encontrarse para hablar – y entonces, inevitablemente, exponerse a la eventualidad de escuchar – es, como en la sesión analítica,  la apuesta discreta del psicoanálisis. Todo lo que se le agrega le resta, los “dispositivos” que procuran consolidarla precisamente la consolidan y enseguida la quiebran, la planificación que procura ordenar su marcha, “dirigirla”, la desvía o la detiene, las intenciones de fortalecerla la debilitan. Esa precariedad, esa expectativa angustiada, como la del acto estético o poético,  es también una política.


Como tal no tiene autoridades sino solamente practicantes que se autorizan por sí en esa misma práctica. No tiene dirigentes ni directores ya que es la política en tanto tal la que dirige. No tiene sede sino, en la ocasión, un bar, , una biblioteca, un club o una plaza, o la calle, públicos como la política. Lugares de paso, por donde se pasa. Un conversadero (cf. M. De Certeau, Qué es un seminario)
No publicita nombres. Si ocasionalmente alude a ellos es para localizar rápidamente lo que fue dicho antes que para saber quien lo dijo. No hace del nombrar y la elusión del nombre (infantiles tácticas de reconocimientos y ninguneos de amplia difusión en grupos e instituciones de diferentes rubros) una estrategia. Con sólo dos palabras que pueden ser una, podría nombrarse a sí misma: psicoanálisis política.

Quienes la practican toman referencia menos en sus aspiraciones e ideales, cambiantes, casi siempre borrosos y proclives al prejuicio, que en rechazos bien  definidos: al capitalismo, al discurso del amo, al “pensamiento” y las prácticas profesionalizadas, a la erudición estéril y acartonada.

Una política tal, no estimula ilusiones que rápidamente traslucen el rostro de la  estafa. No cree en el futuro, nombre progresista del mesías, de modo que mal podría trabajar para su advenimiento. No agita proyectos.

No quiere cosechar nada ni  recuperar nada en “transferencias”.

Hacer pie en la objeción, aún en la desconfianza, en la interpretación, en la deconstrucción, y en el desbautismo, decir no,  tal vez no sea una insuficiencia y si lo fuera no debería inquietar: es preferible a cualquier suficiencia. Y suspicacia y recelo no son desdeñables para situarse en la época.

Como en el análisis: ni respuestas ni propuestas, sino sostener condiciones que obstaculicen el adormecimiento y el confort yoico, el liderazgo, las jerarquías, la uniformidad, la unificación, y los “uni” en general.

El  trayecto, impredecible, incierto, accidentado está librado a lo que se dice y seguramente a cómo se dice.

La vocación no es, como se ve, institucional. No es una invitación a estudiar ni escribir ni a dar o recibir clases. No anhelamos organizar una “biblioteca” ni un centro de conferencias o disertaciones. Ni grupos de “trabajo” ni “investigación”. Nada en contra de eso pero los conversaderos no son los mejores espacios para actividades tan prestigiadas.

El sentido de cualquier eventual publicación es,como el término lo dice, el hacer público, más público lo que de hecho ya lo es: el difundir. Plagiemos - y distorcionemos - de nuevo al lúcido J. Villoro: interesa menos la obra que la circunstancia. dp

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