jueves, 19 de julio de 2012

notas: foucault, política, psicoanálisis


- Orden

Orden y clasificación: es contra lo que apunta Foucault. Es la tarea del millerismo  en el psicoanálisis: poner orden, clasificar.
Orden es un término, en todo caso, aplicado únicamente a “lo simbólico”. No hay orden imaginario ni real. Y para Foucault lo simbólico no es neutral.
“¡¡Orden!” es el clamor de todos los regímenes autoritarios ante cualquier reclamo o manifestación de libertad (de libertad, sí, que podría ser algo más – o menos – que demanda, reivindicación, fantasma histéricos o  delirio).
Tomar el orden como lógico y natural es un modo de calmar la consciencia. El peor. Tenemos por aquí ejemplos magníficos. Cultores del orden aggiornados en los buenos modales de la época, los Kovadoloff, los Aguinis, para no nombrar la cohorte de periodistas. Gente buena onda.

- Ars erótica /cientia sexuales

Esta sola oposición resume toda la posición de Foucault, no sólo respecto al sexo sino también  al saber y a la relación entre ambos.
Denuncia en primer término la pretensión de hacer una ciencia del sexo. Pretensión de occidente y de la  modernidad pero también, y dentro de ello, del psicoanálisis. Pretensión que es parte de otra más extensa: la de las  ciencias “del hombre”. Las ciencias del hombre no son otra cosa para Foucault que una construcción hecha con algunas formalizaciones, o más bien clasificaciones generalmente ya fosilizadas, recogidas de entre las ciencias duras y la filosofía, aplicadas a prejuicios, segregaciones, exclusiones, rituales, legados religiosos, terrores inveterados, que las teorizaciones consolidan y eternizan.
La psiquiatría que se inicia en los siglos XVIII y XIX es el ejemplo paradigmático de eso.
Pero además, el contrapunto ars erótica – cientia sexualis lleva a la pregunta de si hay una aproximación a lo “humano” que no sea la del arte.
El arte, es, no representa (ni es representable). Muestra, no demuestra. No se explica ni se enseña. No tiene un campo prefijado pues su mismo espacio se crea, se recrea, se desplaza cada vez con el acto creador. El arte es saber que se produce o se inventa. Es otro saber: no requiere “cortar amarras” con lo pulsional. Por el contrario es un modo de lo pulsional y si se percibe que se ha querido esquivar ese pulsional, se percibe inmediatamente que se trata de un arte espúreo. Su modalidad es la contingencia.
En el terreno del arte, el pasaje a la intemporalidad de las sistematizaciones, teorizaciones, interpretaciones, clasificaciones, ni aporta ni agrega ni mejora nada. En verdad marchita. En todo caso pertenecen a otros órdenes de saber y de goce. Tienen la duración y el encanto que puede ofrecer una flor de plástico comparada a la flor verdadera.
Lo dicho para el arte vale para cualquier “ciencia humana” incluido el psicoanálisis.

Lo que da valía al psicoanálisis es la experiencia del deseo que Freud pudo tener y que decidió no soslayar, mucho más que el aparato conceptual médico, decimonónico, o la terminología físico mecánica en que creyó necesario o conveniente comunicarlo. De hecho lo peor del psicoanálisis es lo que creyó avanzar por este sesgo, mientras que al contrario, el empeño de reencontrar ese deseo y sus vicisitudes bajo el fárrago médico, científico, etc.– y ahí está Lacan – siempre lo mantuvo vivo.

- Foucault

Foucault es silenciado en las instituciones porque habla del poder. Y para hablar del poder hay que haberlo perdido. Es el andar sin vencer de Lacan.
Y es lo que da a una poética su verdad y su vuelo: que se trata de un poder que dura lo que dura su enunciación. Es el valor del juego, incluido el erótico: concluido el juego todo se disuelve.

Foucault: Paradoja (o no tanto) de su presencia insoslayable en la discursividad de la  época y ninguneo, silencio atronador con el que el psicoanálisis ha sabido rodearlo. Es el tipo de candidato perfecto para el homenaje pero parece no haber dejado suficiente lugar para que fácilmente se boludee en su nombre.

Alguien podría también objetar a Foucault advirtiendo sobre la seducción de lo bien escrito.

Foucault no es un autor. Es un agitador y un provocador. Un anarco. Si su discurso puede renovar el psicoanálisis es porque reivindica como ninguno, en la discursividad misma, el acto de hablar y ha sabido perseguir y desenmascarar la impostura intelectual allí donde se refugiaba.

Foucault: ironía, sarcasmo, pasión, poesía: “la sangre seca bajo los códigos”, “la historia escrita en la que todavía resuenan los gritos de los bombardeados”.

Foucault o el elogio del error, eso es el inconsciente. Lo fallido como logrado. Lo siempre fragmentario. Lo que escapa a lo exacto, lo que vive de la  ambigüedad. Lo que no hace sistema.

En el fondo siempre se reproduce aquel contrapunto: el prosaísmo de lo inmediato y el refinamiento de la  toma de distancia. Pero también la pasión de lo inmediato versus el gesto impasible, escéptico y también decadente del distante. El “comprometido” y el “objetivo”. El que se implica y se complica limpiamente en el barro de la  historia y el que pretende mover los hilos asépticamente pero con las manos o la consciencia sucias de sangre.

En Foucault – como en Nietzche, por otra parte – hay una objeción permanente a lo establecido. Es el discurso del odio y del rechazo. De la  ironía y la venganza. De la  respuesta y la contestación.

El problema del análisis sigue siendo el de la  tierra prometida. Y Foucault, ahí donde encuentra un paraíso o un posible paraíso, ataca, ladra. Si objeta el saber establecido no es tanto por lo que tendría de saber sino de establecido.

“La voluntad de saber” está en absoluta sintonía con “El Anti-edipo”. Es el  texto anti-psicoanalítico por excelencia: cuestiona el acto psicoanalítico, cuestiona la realidad sexual del inconsciente, cuestiona lo que llama la hipótesis represiva como teoría, diríamos, histérica y cuestiona el Edipo. Lo alinea (al psicoanálisis) con la psiquiatría en la medicalización, lo considera una práctica comercial (lo nombra explícitamente así, además de hablar de “orejas alquiladas”)
Entonces, ¿qué es lo que interesa de Foucault? Que su genealogía es absolutamente consonante con el procedimiento del inconsciente. No es una historia de la medicina, ni de la  sociedad, ni de la cultura, aunque sus primeros libros lleven nombres que parecerían ir en ese sentido. Las historias de Foucault son siempre no oficiales. Su historización es más bien el subrayado de un rasgo que se repite cruzando las “disciplinas” y sobreviviendo a los supuestos cambios de época. Así, la segregación presente en una época en el trato al leproso o al apestado, se repite, continúa, pasa, literalmente con sus muros y su mobiliario  al tratamiento que recibe el loco. La  psiquiatría, sean cuales fueren sus aspiraciones científicas continúa asentada en la segregación del loco. Esa segregación preside y es condición previa a toda conceptualización. Situación extensible, dice Foucault, al psicoanálisis. Es este trasvasamiento de un rasgo, de un campo a otro, de un tiempo a otro, pasaje y presencia oculta y ocultada en el discurso que no obstante lo organiza. Oculta al modo en que está oculta la carta robada, ya que nada está más a la vista que la segregación del loco y su apresamiento en una nosografía, como no hacía falta raspar en la abreacción para hallar “debajo” la confesión cristiana. Aunque ello no estuviera en el “espíritu” de Freud es indudable que la confesión siguió gravitando en las modalidades en que efectivamente se practicó el psicoanálisis.

La intervención de Foucault es central para el psicoanálisis. Se trata de una intervención sobre el saber y de una interpelación a la ciencia y la filosofía que, en verdad,  habría correspondido hacer a los psicoanalistas.
Foucault desentraña las pretensiones no de la  ciencia sino la de los que se empeñan en envolverse, en arroparse con su terminología y su “método” con la esperanza de contagiarse de su prestigio.
No sistematiza, como no sistematizó Lacan. Es un ejemplo de lo que debería ser la extensión. Renuncia a la exactitud y esta renuncia es consonante con lo que Lacan llamó la palabra plena. Mientras en la ciencia hay un movimiento hacia la precisión, hacia la letra, en el arte, en la literatura al menos, ese movimiento es hacia la metáfora. También hay una precisión en la metáfora, es otro orden de precisión. Esto cuenta en la extensión, en cómo se habla en la extensión. El lenguaje de la  extensión es, salvo excepciones, un lenguaje pedagógico, demagógico, un lenguaje de venta. O bien un lenguaje que se pretende serio, riguroso, el lenguaje binario que denuncia Deleuze.
Es claro que el modo rizomático que enuncia Deleuze es igualmente más próximo al inconsciente, y su mismo decir, resulta más consonante con él , que los pesados y acartonados ensayos lacanianos.

Solo ignorando lo que significó Lacan como discurso y como intervención, se puede hablar de su “obra”. Tanto más cabe para Foucault. Se trata cabalmente de una intervención, fundamentalmente en relación al Otro, a su destitución, a las innumerables formas de bloqueo que puede ejercer sobre el discurso, a las figuras que encarna, desde la del autor hasta la misma “obra”, desde la institución hasta esa también institución que llamó la empresa del libro
Cuando Foucault habla de la  función autor no se refiere justamente a un lugar vacío que sería el del sujeto, el sujeto lacaniano, sino precisamente a lo que viene a llenar ese lugar y hacer de obstáculo al discurso unificando, clasificando, excluyendo, etc.

Lectura de Foucault: cada quien lee por supuesto desde cierta posición y ninguna fidelidad que pueda juramentarse al texto puede pasar por encima de esto. Pero atender a lo que el texto dice - no lo que querría decir, no lo “oculto” en el texto - continúa teniendo su interés. Lo subrayo porque esto mismo es uno de los  puntos que el mismo texto (¿Qué es un autor?) encara de manera explícita.

El problema con el lacanismo, pero también con el psicoanálisis, muchas veces con Lacan, es su aspiración teórica.

Teorías del hombre. Pretensiones teóricas de esas teorías. El simulacro de ciencia que sostienen. Foucault no cesa de denunciar esa impostura cuando anticipa una  insurrección de los saberes.

Una de las cuestiones centrales en Foucault es la homología y hasta la homogeneidad entre la genealogía y el inconsciente: lo fragmentario, la no totalización, lo que se disuelve, lo no sistematizado. Lo local, temporario. Lo que rechaza lo uno, lo unitario, unido, unificado.

Lo poético de la  escritura de Foucault: “ars”.

La respuesta a la objeción de Miller:

“Mis argumentos están hechos para eso, para disolverse”.
Como el efecto del chiste y como el goce sexual  que no son acumulables, no pueden acopiarse para usarse después, ni en conceptos ni en razones ni en saber alguno. Se ha hablado de pase al escrito. El pase más bien sería al revés.

Habría que tomar la “teoría” como síntoma.

Lo de Foucault es una guerra, el llama así a su enfrentamiento a la pretensión de cientificidad de las llamadas ciencias humanas.

La escritura automática del surrealismo fue un intento, un antecedente interesante más allá de lo que pudo haber tenido de fallido. Se lo ridiculizó injustamente. Incluso, interesadamente.

Deberíamos detenernos en las rutinas, los lugares comunes, las costumbres, los discursos machacados hasta la  naturalización que los convierte en verdaderos, las certezas que cierran el camino a otras verdades, a otros modos de gozar.

El sentimiento de propiedad, tan solidario, casi el mismo que el (sentimiento) de poder, es el que signa nuestra época. Sentimiento protegido si los hay.

El valor de Foucault es hacer foco en la capilaridad. En esa zona en que lo “macro” del poder se continúa en lo “micro”. En la zona más oscura, más velada, que puede revelarnos su eficacia: esto es, el “goce culpable”, la complicidad masoquista aunque también sádica de cada quien. Habría que ahondar en eso con el psicoanálisis, fundamentalmente con el fantasma y la pulsión.

Hay un goce que se sostiene en el hablar, en la repetición vacía. ¿Se vive como placer lo que se pierde (entropía, abreacción) o lo que se recupera, lo que se sostiene ahí hablando como loro?
Quizás – como le ocurre al avaro – es en el afán por conservarlo que incidentalmente se lo pierde.

Hay también un goce de no hablar.  Goce que sólo pervive en el silencio. El “no te muestres”, el “bajo perfil”.
Es verdad que hay un hablar para no decir nada, el hablar del careteo. Pero debe correrse ese riesgo. No se sabe lo que hay para decir antes de hablar ni más acá de las intenciones.

El goce de la  pérdida y el goce de la  posesión son esenciales para pensar el sujeto y la enunciación.

Se está en diálogo: con lo que es, con lo que ha sido, también con los efectos y los resultados. Con lo que se ha dicho, también con lo que no se ha dicho. Con lo que supuestamente no se debe decir y con lo que, ay!, no se dirá.
Eso – me dirijo a mis estimados colegas que ajustan el gesto para hablar de la “formación” con la seriedad que se debe – , eso es lo que marca la formación, lo que literalmente la cincela: el borde de lo que no se dice.
Quizás la autorización de que se trata en las instituciones analíticas es una bastante menos luminosa que la celebrada “autorización del analista”. Es la autorización no a hablar sino a no hablar. Algo así como la mayoría de edad en la política. Es lo que se transmite como el secreto preciso y precioso: no tanto la enseñanza de que de ciertas cosas no se habla – eso está dicho desde hace ya mucho tiempo – sino de lo que es la piedra angular “en política”: que de aquello en que se sostiene una política, es precisamente de eso que no se ha de hablar. Habrá que esperar a que esa política caiga para que se diga su verdad, para que otro la diga, para que otra política la diga. Pero esto choca de frente con lo que, según Lacan ha mantenido vivo al psicoanálisis: no cesar de interrogar sus fundamentos. Esto también es una política.

Acusaciones a Foucault: “denunciante”,  “contestatario”, sin “propuestas”. Ahora bien: parece ser  el tipo de mayor influencia sobre los movimientos políticos contemporáneos.

- El autor

Cito: “…el nombre de autor funciona para caracterizar un cierto modo de ser del discurso: para un discurso, el hecho de tener un nombre de autor, el hecho de poder decir “esto fue escrito por Fulano de Tal”, “Fulano de Tal es el autor de esto”, indica que dicho discurso no es una palabra cotidiana, indiferente, una palabra que se va, que flota y pasa, una palabra que puede consumirse inmediatamente, sino que se trata de una palabra que debe recibirse de cierto modo y que debe recibir, en una cultura dada, un cierto estatuto”

El punto, entonces, no es si con el autor se trata de sujeto, complemento, nombre o pronombre sino de su papel con relación al discurso. Su papel, entonces. Es el sentido de función. Podríamos adentrarnos en la matemática, en qué es una función, etc. Pero aquí el sentido de función es éste: cómo funciona el autor, el nombre de autor, el hecho del nombre, no como lugar vacío precisamente,  “para autenticar, utilizar, recibir de cierto modo – Foucault es tan sutil como punzante – en una cultura dada, un cierto estatuto”.

Foucault objeta la demanda de homogeneidad, filiación, explicación recíproca, etc. en la “obra”, correlato necesario del “autor”. Dirá:

“Viendo las modificaciones históricas que han tenido lugar, no parece indispensable ni mucho menos, que la función-autor permanezca constante en su forma, en su complejidad, e incluso en su existencia. Es posible imaginarse una cultura en donde los discursos circularían y serían recibidos sin que nunca aparezca la función-autor”

 <<En el preciso momento en el que nuestra sociedad está en un proceso de cambio, la función-autor va a desaparecer… Todos los discursos, cualquiera que sea el tratamiento que se les imponga, se desarrollarían en el anonimato del murmullo. Ya no se escucharían las preguntas tan machacadas: ¿Quién habló realmente? ¿Es él, efectivamente, y nadie más? ¿Con qué autenticidad o con qué originalidad? ¿Y qué fue lo que expresó de lo más profundo de sí mismo en su discurso?” Se escucharían otras preguntas como estas: “¿Cuáles son los modos de existencia de este discurso? ¿Cuáles son los lugares reservados para posibles sujetos? ¿Quién puede cumplir estas diversas funciones de sujeto?”Y detrás de todas estas preguntas no se escucharía más que el rumor de una indiferencia: “Qué importa quien habla”>>
El autor es el nombre. En todo caso no hay autor sin nombre. Y el nombre es siempre del padre. Hay apropiación del nombre pero siempre resta una sombra del padre ahí. Salvar al autor es siempre salvar al padre,  aún cuando el autor sea el sujeto mismo.

No se trata en la cuestión del autor, en Foucault, de la  relación del sujeto con el nombre o de la  función del significante en el nombre,  se trata del nombre como obstáculo.

- Lacan, Foucault.

La referencia central de Foucault, explícita, es Beckett, “El Innombrable”: qué importa quien habla. Cómo no recordar las reiteraciones de Lacan respecto del lugar de su propio nombre, “Lacan dice..”, “Freud y Lacan”, “Serán lacanianos”, la deliberadamente ambigua “Yo la verdad hablo”  etc. y adivinar una distancia con Foucault difícil de referir a consideraciones psicológicas (“rasgos de  personalidad”, ambiciones de gloria o trascendencia, etc.)

Lacan fundamentó la función, la presencia del nombre en el psicoanálisis. Del nombre de Freud y del suyo propio. Hay una relación directa entre su posición, que redobló la de Freud, y lo que fue el lacanismo con su locura de autoría y nombre propio. Hay que estudiar lo que se llama “circulación” del nombre. Su valor. Su significación en el capitalismo. Pero lo que es manifiesto es que las referencias al nombre propio contrastan con lo poco que se quiere saber del pasaje al nombre común. Entre los lugares siempre en disputa sobresale el lugar en que se anotan los nombres, la lista, el orden en que se sitúan y a veces hasta el tamaño de las letras.

La herencia de Lacan es la AMP, la de Foucault la de unos maricas asumidos, marginales en serio que se abocaron en serio a difundir un discurso sin hacer de eso mercancía.

- Pregunta por la extensión

A veces, una buena pregunta es capaz de producir efectos por lejos más significativos,  más fructíferos que una, incluso que muchas ideas. Fue el caso de la  pregunta por la extensión, por la extensión en psicoanálisis: acabó con la institución, con la pequeña institución  en la que la pregunta fue planteada.
Se dirá que las instituciones están en crisis,  que a veces alcanza con soplarlas para que se desmoronen. No es así. Todo lo contrario: las instituciones – las psicoanalíticas no hacen excepción – no tienen fin. Vencen al tiempo, como quería el siempre recordado autor de “La  Comunidad Organizada”. Parece que se dividen pero están reproduciéndose. Parece que se extinguen pero vuelven con otros nombres. Simulan disolverse pero se integran en una institución mayor y más poderosa.
Las instituciones se renuevan al ritmo de los tiempos o bien se mantienen fieles a sus fundamentos. O las dos cosas a la vez. Eso no importa. La institución está siempre lista y dispuesta para celebrar esto o aquello si es lo que la ha hecho durar y permanecer.
La pregunta por la extensión, sin embargo, fue un veneno para el que la institución, ésta al menos, no tuvo antídoto.
Una verdadera pregunta no se detiene. Se encadena con otra y otra y otra más. Lacan recondujo alguna vez la neurosis a una pregunta. Pero era probablemente una falsa pregunta, contestada de antemano, ulterior a su respuesta. Y Lacan lo dijo más o menos en esos términos: no nos preguntamos sino aquello de lo que ya tenemos la respuesta. La pregunta neurótica simula ser pregunta: es una respuesta: el sujeto responde al enigma del sexo con esa pregunta.
Pero hay otras preguntas que corren delante, delante nuestro, que nos llevan. Y si te dejás llevar, sin preguntar a tu vez hacia dónde te lleva una pregunta, eso puede tomarte en un lazo inesperado con la palabra, con el discurso.
La pregunta por la extensión disolvió en algunos ese síntoma llamado institución. Otros prefirieron continuar en la institución-grupo que no se llama institución o se llama no-institución,  “cuidando los lazos”. Otros continuaron la institución con otro nombre.
Pero, ¿“hay vida” después de ese síntoma? Para muchos hay caos o – faltando el síntoma – pérdida del rumbo o de la  orientación o del estímulo que el síntoma asegura. Para otros “pérdida de los lazos”. Para todos seguramente angustia por la pérdida de esa garantía imaginaria que es la institución. Finalmente lo único que la institución garantiza es la esterilidad del confort. Pero el destino de cada uno dependerá de su aptitud para eludir una respuesta, para no detenerse en la respuesta que siempre detiene. La institución misma es una respuesta, es la respuesta.
La pregunta por la extensión en algunos de nosotros continúa su curso. Nos ha llevado más lejos de lo que hubiéramos querido y creemos que es un buen signo.
Nos preocupa mucho más el orden – por lo menos ese que se cree que podría garantizarse – que la pérdida del rumbo, (perder el hilo, dice Lacan por ahí) En todo caso, si esperamos algo lo esperamos más bien de esto último: del error, del desorden, de la  desorientación antes que de la  promocionada orientación.
     Confiamos en el error. Ver Jean Cocteau: “Me salvó el haberme equivocado de camino”.

Fue en la pregunta por la extensión que nos cruzamos con Foucault, quien se cruzó, lo cruzó digamos, al  psicoanálisis.

 “Interrogar la extensión” puede también volverse una fórmula vacía. Más sencillamente: preguntar, preguntarnos, qué pasó con el psicoanálisis. Con el psicoanálisis lacaniano, esa criatura de la  que formamos parte, de la  que somos a la vez fruto y resto, que contribuimos a nuestra vez a construir, crecer y multiplicarse.

Hay un slogan psicoanalítico que se expresa aproximadamente así: “El inconsciente, el “más allá”, “lo real”, son para la sesión. Afuera, en cambio, impera el orden, al que hay que saber someterse.”
Afuera es también la institución. Y es “la política”. O sea, otra política cuya condición es anular la política del psicoanálisis, darla por no existente.

La transferencia es condición del y resistencia al análisis. Pero en la extensión fue el eufemismo de la  sujeción y el sometimiento, y del soporte del sistema intercambio de pacientes, el nombre del untuoso amor institucional en el que chapoteó hasta hundirse el psicoanálisis.

La idea de apertura y cierre del inconsciente como la expresa Lacan en el Seminario 11 (que se lo piensa muy bien antes de emprender un análisis, por todo lo que conlleva la apertura del inconsciente), esa idea, así formulada, ¿no niega la discursividad? En un discurso que se precie de tal, el inconsciente se abre y se cierra todo el tiempo. “Estoy todo el tiempo pasando” dice Lacan en otro momento.  

La intensión debería copar la extensión

¿Cómo se habla? Habría que ubicarse entre el discurso, la literatura y la retórica para ocuparse de esa pregunta. Está también el “estilo”. También lo que llamamos enunciación. Y lo que la crítica literaria  llama “la voz”.

La ciencia, estrictamente hablando, lo que se llama ciencias duras, sería lo que se escribe, en cierto modo, solo.

Se trata, siempre, de cómo está o no implicado el que habla (o el que escribe).

En las ciencias humanas hay una cierta impostura, un envaramiento. Importa menos decir algo que decirlo en “la terminología apropiada”. La terminología apropiada no es la palabra justa, es la palabra oficial. Es la jerga.

- La Institución

Bastaría detenerse en cualquier institución lacaniana – no hay tampoco tantas con la necesaria visibilidad mediática – para sorprenderse de cómo la distancia con el discurso del psicoanálisis va de la  mano de su gusto por los homenajes. Probablemente el discurso del homenaje sea el discurso de la  institución. El homenaje es siempre tranquilizador: asegura que el homenajeado – persona, idea, acontecimiento, o lo que fuere – está bien muerto. Esto es: vive, pero en nuestros corazones, nuestros recuerdos o, ¡Dios nos libre!, en nuestras ideas. El homenaje necesita del cadáver, y la paz de los cementerio frecuenta – y es bienvenida – a la institución. Es cierto que  hay peleas, pero difícilmente por confrontación en los enunciados (y menos aún en las enunciaciones). Son siempre por los derechos de propiedad: de los cadáveres de los próceres, de la doctrina y por supuesto también de las cosas.

La institución es una empresa de embalsamado. Necesita cadáveres y si no los tiene los produce. Todo lo que allí entra vivo fenece inmediatamente o al poco tiempo. El discurso se congela como teoría que es la forma apropiada para su acopio. Se lo desguaza mediante clasificaciones, se lo sistematiza, se lo sitúa y acomoda junto a las otras ramas del saber, se lo aísla, precisando su objeto, con fronteras precisas que no dejan lugar a la confusión, pero se lo comunica también con los otros saberes en lo “interdisciplinario”.  Se gestionan sus aplicaciones, sus incumbencias. Se califica a sus sapientes. La institución se considera resguardo exclusivo del discurso. A veces se aviene a compartir la custodia con algunas instituciones colegas en defensa contra  la  desnaturalización a que lo someten otras instituciones desviadas. Se encarga también, por supuesto, de distribuirlo en un  formato pedagógico al que se prefiere llamar enseñanza.

La institución esta en realidad dominada por una  lógica que se sitúa entre la simulación y el simulacro. Es verdad que es completamente afín al espectáculo – el homenaje participa de eso – pero es sin duda un espectáculo sin arte, tributario de las astucias del político o de las maniobras del pícaro. No sorprende ni entusiasma, sólo interesa a los que practican un juego de pequeños cálculos y especulaciones antes que de apuestas.

La institución esconde deliberadamente mal sus cartas. Simula ideales que disimula a la vez con apelaciones a la ética y el discurso, pero deja entrever cada vez que es necesario, o sea casi siempre, la lógica de hierro del poder y los intereses. No descarta ningún signo que permita, tras la cortina de humo de sus eufemismos. visibilizar poder y jerarquías, incluida la ostentación de lo que sea: del saber, del poder mismo cuando eso cuadra y por supuesto también de las frivolidades.

Su lengua toda es la del eufemismo por lo que el inventario sería prácticamente infinito: transferencia por sometimiento, enseñanza y transmisión por grilla de cursos, supervisiones y consejos técnicos acreditados por la “clínica” pasados sotto voce como la letra chica de la  formación, comunidad de experiencia por comunidad de intereses cuasi corporativos y parroquia en la que se rumia la misma jerga, atención a la comunidad por bolsa de trabajo para los que inician su carrera y los menos afortunados en la consulta privada.

- Pacto, autorización

La institución enseña y transmite. Pero esa enseñanza y esa transmisión difieren un poco con aquellas que declaman. Se enseña a no hablar de lo que sostiene la institución. Y se enseña que es allí que reside la verdadera autorización. El pasaje a la mayoría de edad. No hablar, no por temor sino por decisión. Eso es una política e implica controlar, desautorizando, ignorando, dando por inexistente lo dicho por quien habla de lo que no debe hablarse. La institución se sostiene de ese pacto – disimétrico como son disimétricos los beneficios que resultan de él – sobre lo que no se ha de hablar.  

- Discurso, teoría

Formularía hoy la  pregunta por la extensión en estos términos: qué implica tomar al psicoanálisis como discurso. Qué implica para el psicoanálisis y que implica para el que está en posición de decir del psicoanálisis.

Digo tomarlo como discurso en oposición a tomarlo como teoría, incluso como clínica, si por clínica se entiende una suerte de especialidad, profesión o aplicación particular. Precisamente, circunscribirlo a su condición de discurso evita esa partición teoría-práctica o teoría-clínica de la que, desde hace tiempo ya no hay nada que esperar. Pero sobre todo distingue al psicoanálisis como práctica de discurso de lo que de ello puede sedimentar como teoría y sitúa lo que se denomina psicoanálisis en intensión como un modo particular que toma ese discurso en condiciones precisamente particulares: cuando se pone en movimiento a partir de una demanda, de un sufrimiento, de una pregunta. Lo que se ha llamado psicoanálisis en extensión entonces, no queda eximido de lo que llamamos discursividad y sus exigencias. Exigencias de lealtad a ciertas  coordenadas fundamentales del discurso. Y la primera es que el discurso es una práctica. Podemos discutir qué significa una práctica, quizás sabemos bastante poco acerca de eso, pero en cualquier caso no se trata de ser cronistas de esa práctica, comentadores, periodistas, difusores, profesores o estudiantes, especialistas eruditos o, ni qué decirlo, representantes. No se trata de “bajarse” de esa práctica para así hablar de ella con mayor soltura. Hablar de psicoanálisis forma parte del psicoanálisis. Tanto más cuanto que el psicoanálisis es antes que nada una práctica de la  palabra hablada, y es en los actos de palabra donde pueden reconocerse efectos del discurso sobre quienes contingentemente pueden ser su soporte.
Esta es la cuestión relativa a cómo se habla. De esta cuestión es cierto que podría deslizarse hacia una suerte de jacobinismo y de hecho algo de eso tuvo una época ya lejana del lacanismo porteño, en la que si no se hablaba de un modo suficientemente hermético se era rápidamente descalificado. No se trata por cierto de eso, aunque a la distancia resulta más simpático y pintoresco en su ingenuidad a la medianía que finalmente se instaló. Se imitaba a Lacan ciertamente, cuando Lacan decía que su estilo era gongórico como lo era el inconsciente, o que era, por lo mismo, deliberadamente difícil. Pero existía ahí una puesta en guardia frente al lacanismo ordenado y establecido que rápidamente proliferaría opacando incluso en esos rasgos el psicoanálisis de la misma IPA.

Lo notable en el caso de Foucault es que viniendo de una práctica que no es la del psicoanálisis – y peleándose con el psicoanálisis y lanzándole las objeciones más duras y más serias que se le hayan hecho, no sólo en cuanto a lo que resultó en su existencia histórica efectiva sino en aspectos de lo que se conoce como  su “doctrina” – da lugar a un discurso cuyas coordenadas son las del discurso analítico mismo.
Foucault propone un discurso marcado por la incompletud, y lo fragmentario. Un saber  “en desorden”, en guerra abierta y explícita con los saberes instituidos, unificantes, universales y universalizantes. Denuncia las veleidades de cientificidad de las “ciencias humanas”, sus ideales de sistematización, su manía clasificatoria, su fascinación con la formalización y la conceptualización casi siempre vacías y asentadas, construidas, sobre exclusiones, segregaciones y prejuicios. Es la historia de la  psicología, en “interacción” como se usa decir, esto es, en recíproco engorde, con el capitalismo más virulento. Pero no sólo de la  psicología. No sé, verdaderamente, qué capítulo de las “ciencias sociales”, incluido el de los psicoanalistas  siempre ansiosos por hacer entrar ahí al psicoanálisis, puede salir indemne de la  intervención de Foucault. Pero lo que sin duda se sostiene y se preserva allí es el discurso mismo. El discurso como acto y como acontecimiento, como gesto y práctica, como discurso siempre “local”, como enunciación, diría Lacan. Rasgos todos ellos que no consienten el acopio, la acumulación y entonces tampoco su fraccionamiento, distribución, consumo y … facturación. Se pretende que el discurso sedimente en las bibliotecas. Pero cuando se lo imagina  por fin capturado en la tinta de los libros y las publicaciones, el discurso ya ha escapado para desconsuelo del ensayista, del crítico, del comentador, del especialista.
El trabajo de Foucault es minucioso e incesante en el deslinde del discurso respecto de las diversas formas con las que se intenta su captura, su colonización, su esterilización. Desde su adormecimiento en la institución hasta su certificación  en “el sistema del libro”, desde su congelamiento en la disciplina hasta su canonización en la obra pasando por la atribución y sujeción al autor a quien gustosamente se le conceden los títulos de propiedad y la última palabra sobre la “significación” del discurso.
Difícilmente otro discurso haya sido objeto de este formidable listado de adulteraciones que enumera Foucault, como lo ha sido el psicoanálisis.

El psicoanálisis y particularmente el llamado lacaniano merece ya su genealogía y tal vez su cartografía. Si fuera posible la más desapasionada que pudiera intentarse, a fin de que la frondosidad de sus producciones, lo colorido de sus escenificaciones,  la multiplicación  insospechada de sus tipologías y sus caricaturas puedan visualizarse con su propia iluminación.

Pero quiero insistir en este punto: que sea su crítico más agudo quien lo haya retomado ahí donde precisaba ser retomado: en su dimensión de discurso.
Foucault viene a cruzarse con el psicoanálisis allí donde permanecía abandonado en esta dimensión, en esta  condición de discurso, condición que Lacan fue despejando, destilando,  restaurando en el psicoanálisis en la misma época, en los mismos años.
Y descontado Lacan, nadie como Foucault supo en el psicoanálisis denunciar y enfrentar lo que un discurso no es: no es su difusión, ni la teoría que con él se hace, ni las instituciones que dicen representarlo, ni la disciplina que quiere fundamentarse en él ni la profesión que hace de él su especialidad y organiza sus quehaceres. Tampoco son sus libros, esa otra plaga. Es lo que contingentemente puede llegar a decirse, apenas eso. Es bastante poco. Dura poco, porque se extingue tras el aliento final que le prestó voz. Eso no significa que no tenga consecuencias ni haga huella. Pero también la huella  padece, sino de evanescencia, sí de falta de garantías, de la tranquilidad que otorga esa especie de solidez, de compacidad, de tangibilidad de lo instituido. En todo caso si el discurso hace huella, también la huella requiere del discurso cada vez, para hacer sentir su eficacia. Y es eso lo que el discurso “hace”: no más que huella.  Es decir: literalmente, menos que nada. Se entiende que cotice bajo y que tenga pocos aficionados cuando hay “derivados” con valor agregado  más solicitados.  

Es clave en el discurseo, en la discursividad  franquear el miedo, apostar antes que  calcular, no malgastar esfuerzos con quienes  no pueden o no quieren avanzar. Eso puede esconder el propio temor a progresar en el discurso. Avanzar en el discurso en todo caso es un pleonasmo porque en el surco del discurso no se puede sino avanzar. Y seguramente es el mejor modo de encontrar nuevos interlocutores.

- Acto, valor

Sin valor, es como Lacan caracterizó la práctica del psicoanálisis. Es lo que caracteriza también toda práctica cuya referencia es el acto o el acontecimiento.

El acto es el punto crítico donde se encuentran y chocan fuerzas enteramente heterogéneas. Donde se desarman los cálculos y la avaricia del teórico. Y de donde se sale en direcciones para siempre divergentes.

Lacan dijo que como el objeto que está en juego vale bien poco, más bien nada, hay que hacer pagar bien por el análisis. También dijo que hay que llevar el análisis hasta el último término. En otra ocasión, dijo, por el contrario, no demasiado lejos. Posiciones de amo o de demiurgo a las que Lacan, parece, no dejaba de aspirar.

Es posible que haya una solidaridad entre capitalismo y metafísica. La vieja cuestión de los universales. El orden, los sistemas, las clasificaciones. Lo binario.

La vieja cuestión de las representaciones. ¿El sistema binario es un sistema de representaciones?

- Foucault, Borges 

Borges retoma la cuestión de la  guerra y el honor, de la  valentía, del valor y del acto. Es la anti-psicología. También del malevo, del guapo. ¿Hubo algún progreso en llamar al canalla psicópata? La psiquiatría no sólo medicalizó los placeres, psiquiatrizó las conductas, los caracteres, las morales, que son siempre resultado de decisiones. Afeó la lengua. La psicología cuando impregna la política da lugar a cierto progresismo lavado e hipócrita que Borges rechazaba instintivamente. Pena que no fue más allá de un cinismo clasista, reaccionario.

Como Foucault, Borges sabe rehuir lo psicológico, se detiene en las pasiones (y las celebra), no en los síntomas o las anomalías. Si hay en Borges una psicología es de la  superficie, a ras del relato de los hechos. Es de los hechos que se infieren, no tipos psicológicos, sino encrucijadas, disyuntivas subjetivas.

La referencia a Beckett pero también a Borges: la explosión de risa que refiere Foucault al inicio de Las palabras y las cosas tiene que ver con la alegría, el alivio, la libertad de salir del cepo clasificatorio, de burlarse de él. nb

Etiquetas: , ,

0 comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]

<< Inicio