miércoles, 16 de mayo de 2012

sobre "Anguila" de J. A. Miller



En la sección psicología del diario Página 12, del pasado 26 de abril [de 2012], se transcribe con el título de Anguila, una conferencia titulada “Anguille en politique” dictada por Jacques-Alain Miller en radio France-Culture en 2005. Miller es presentado, con una discreción tal vez excesiva, como ex presidente (es en la realidad su alma matter) de la  Asociación Mundial de Psicoanálisis,

La conferencia, convertida así en artículo, se aventura en un espacio que desde siempre suscita todo el interés  entre los psicoanalistas – algunos, no todos, ciertamente – y también  en lo que suele llamarse – el conferencista gusta evocar  este término – la opinión ilustrada. Se trata del  psicoanálisis y la política.

Un mal pensado podría maliciar que dar a publicar una conferencia sobre psicoanálisis y política dictada en París en 2005 para publicitar un Congreso en Buenos Aires en 2012 es como reciclar material ya utilizado en el primer mundo para ofrecerlo como nuevo en un país “emergente”. O por lo menos que, dado el tema de que se trata, es un tanto extemporáneo ya que en política, siete años no es tan poco. Sin embargo no es así, pues el texto está construido sobre categorías, sino intemporales sí “invariantes”, aquellas que se sostienen indiferentes a los vaivenes de la  historia. “El psicoanálisis – lo cito textualmente – no es revolucionario. Sin duda, se dedica más bien a poner en valor invariantes que a depositar sus esperanzas en cambios de orden político… El psicoanálisis es exactamente el reverso de la  política”

El autor tiene todo su derecho de expresar esta opinión que seguramente es compartida por multitud – no es una novedad que  en Argentina se trata de una multitud  –  de psicoanalistas. Pero ese derecho debería estar algo acotado en razón de que él mismo se declaró más de una vez un “periodista de Lacan”  - quizás no un misionero, más bien un difusor. Y sucede que Lacan, en un seminario de la  serie que el mismo “periodista”  estableció, afirma que “se tiene razón al colocar al psicoanálisis en el más alto grado de la política”[1].

Pero más acá de las citas, que podrían hacer decir cualquier cosa a cualquiera - aunque podría asegurar que sobre este punto en Lacan, ese adagio difícilmente  podría aplicarse - hay una visión de la  política en el artículo que sólo podría calificar de boba. Boba, no estúpida, con esa ligereza y esa superficialidad con que puede hacerse presente la bobería aún en la mente más avispada. No me detendría en ello si no coincidiera de modo tan notable con la bobería que pulula por estas tierras, precisamente desde que la política volvió a subir a la escena. Su encendida defensa de  “la sociedad civil stricto sensu, distinta del Estado” donde pueda abrirse “la vía a la discusión racional entre ciudadanos desapasionados” me ha hecho de veras sonreír. Y asombrarme a la vez, por salir de la  boca de quien salen. Hay ahí una nostalgia griega o más bien romana que prefiere olvidar que detrás de las despliegues retóricos de senadores y tribunos las cuestiones políticas ya se resolvían, en último término, con veneno y cuchillo.

Pero Roma está demasiado lejos. Freud hace apenas unas décadas, consultado sobre las posibilidades de prevenir la guerra, decía lo que por otra parte no era ninguna novedad: que la paz social es un momento, sólo un momento aunque pueda prolongarse en el tiempo, de equilibrio de fuerzas entre dos bandos y, podríamos agregar, entre dos guerras. Que la paz es una paz armada. O para decirlo en los términos con que más tarde lo retomaría Michel Foucault invirtiendo la fórmula de Clausewitz: que la política es la continuación de la  guerra por otros medios.

Muy lejos, pues de “la discusión racional entre ciudadanos desapasionados”, más cerca, digamos, para situarnos en este tiempo en nuestro país emergente, de la  crispación (con s o con c, como se prefiera).

Pero no es el único punto de contacto entre las invocaciones del autor y las de los ciudadanos de la  sociedad civil de por acá. También en su caso, los anhelos por la “discusión racional entre ciudadanos desapasionados” viene de la mano de … la “desconfianza hacia los ideales”. Imagino a Lacan revolviéndose en la tumba (pero de risa) al escuchar sobre “la racionalidad  de los ciudadanos desapasionados”. Por supuesto no se trataría en este caso de  ideales sino “lo que debe ocurrir en un país en serio” como diría el personaje de D. Capusotto,.

En fin, todo eso tiene un tufillo a “fin de la  historia”, eslogan que confirma a esa teoría de la  historia que precisamente incluye su fin y con el que la historia misma parece que ya ajustó cuentas. Decadencia, sin el talento del decadentismo, por supuesto:

La regla del juego es increencia, engaño, manipulación declarada y consentida,… carácter artificial y construido de todas las cosas de este mundo: el lazo social, las creencias, las significaciones,  se  lamenta el autor, para rematar en exquisita laxitud posmoderna: deplorarlo forma parte de él.

Y en medio de esto confiesa:

Ya nadie denuncia esto como abyecto, excepto algunos maldicientes o imprecadores, que por otra parte hemos reducido a la impotencia. Si acaso alguno de ellos tiene talento, nos felicitamos del condimento que aporta al debate público.

No podemos saber si se trata de un acto de sinceridad y constricción o es mero cinismo, pero la ilusión de que a  los maldicientes y los imprecadotes  “los hemos reducido a la impotencia”, es un efecto directo de la posición que tiene el autor. Quiero decir de su práctica social efectiva, de sus actos,  de las decisiones que regularmente debe tomar en relación al poder, al dinero, a sus resortes, al manejo de sus signos y a sus dispositivos de reproducción. Y por supuesto, de la  modalidad de goce que es inseparable de esa práctica y de esa posición.

Los efectos del decir de  los maldicientes e imprecadores,  su “potencia”, para estar a tono con la terminología del autor, es, al revés de lo que él imagina, proporcional a la distancia que toman del poder, de sus circuitos y sus escenarios (en sentido figurado y literal)  Y no es una cuestión de modales, aunque los modales, los “buenos” y  también los otros, también cuentan cuando son necesarios. Es que son esos maldicientes y por ello malditos, los que efectivamente dicen algo. Claro, son los que se arriesgan a “sufrir por cuestionar” – y  a veces un poquito más que a sufrir – y a sostener sus actos  cuando los accidentes de la  historia deja caer sobre  sus manos o sus hombros algún fragmento de Poder. Los que saben algo acerca del desnivel irreductible entre el  enunciado y la enunciación. O para decirlo en términos sencillos: los que adivinan que  decir  siempre tiene un costo, y que si no se lo percibe, si se tiene la ilusión de gratuidad, hay  que volver a interrogar el valor de lo que se dijo y el lugar desde donde  habla quien lo dijo.

Son esos maldicientes los que balizan, en los bordes mismos, eso que, si así se prefiere, se puede llamar historia. O mejor aún, los que labran el borde mismo. Quizás es ese decir, esa irrupción, sí: ese acontecimiento, lo único que merecería llamarse historia. Claro que ya no sería La Historia, sino eso: fragmentos, tramos que no siempre se acoplan ¡y a veces se acoplan mal! Sismos y sus subsecuentes remezones; repeticiones (como “tragedia y más tarde como farsa” y tal vez , otra vez como tragedia, y así). Pero, en el corazón de esa repetición también sorpresas, verdaderos saltos y sobresaltos. Una visión semejante de la historia y la política  no puede ser demasiado atractiva para quien se ofrece para dirigir y … prometer.

Es más bien la historia de los “subversivos” - no los de  la subversión que se menta en el living, a la hora del coñac – sino los que  tienen la mala costumbre de irrumpir, y de retornar.

El autor se queja en otro reportaje[2] de que tales irrupciones “duran poco”. Sorprende que pueda hacerse tanta conferencia, seminario, jornada, congreso, libro (¡M. Blanchot  alguna vez dijo algo sobre  lo que es un libro!), tanto espectáculo que no sería de buen gusto ni siquiera calificar, sobre Lo Real , su pulsación, su evanescencia y tutti cuanti, para decir después que eso que irrumpe, que el mayo francés, por ejemplo, “duró poco”. Los indignados   – podría agregarse – ahora, un poco más; pero finalmente también poco, muy poco. Los anarquistas nada.

Seamos francos: si duraran un poco más el autor no se quejaría, pondría el grito en el cielo.

El autor ha creado y dirige con mano firme una gran Asociación Mundial de Psicoanálisis. En nuestro país supo disciplinar tras de sí una legión que ocupa los sitios más destacados en la universidad, en el calendario de eventos psicoanalíticos y en los portales de Internet. Hasta puede atribuírsele  mérito en el surgimiento de otra confederación de instituciones opositoras con una  política similar aunque, hay que reconocerlo, no con el mismo talento. Pero también de  estas escenas han quedado afuera los imprecadores, los que no quisieron entrar al redil, los tontos que teniendo reservados lugares de privilegio en las marquesinas no respondían el teléfono cuando se los hacía llamar. No hace falta decir que entre ellos están algunos de los mejores y que pervive por ahí, aún, un psicoanálisis alejado definitivamente del toma y daca institucional.

Asumir que el psicoanálisis puede entrañar otra política y puede denunciar  lo que se llama “la política” sin más  como la política del amo y del capital tiene consecuencias sobre quien lo diga.

Ciertamente se puede disertar sobre la política del amo al mismo tiempo que se ejerce su función; lo que no se puede – por mucho que se dominen las aptitudes de la  escurridiza anguila – es evitar que la impostura aparezca en lo que se dice y se hace, porque decir  y hacer no escapan a lo que el  discurso revela.

El autor manda al analista al consultorio. El analista está para psicoanalizar. Si sale al debate público no es sino  para “difundir el psicoanálisis”. O sea para hacer crecer el mercado. Nada de política, pues; esa cosa corrompida e impregnada de ideales. De casa al consultorio y del consultorio  a casa. En todo caso una pasada por la Escuela, donde, tenemos que formarnos y “formar” (en un sentido amplio). Pero cada uno a lo suyo, también la política: a sus especialistas.

Freud a quien no podrá acusarse de “revolucionario”, al menos en política, era menos categórico al respecto. Vamos, más bien lo contrario: la psicoterapia analítica – pudo decir – es apenas uno de las modalidades de existencia del psicoanálisis, con el tiempo quizás no llegue a ser la más importante. Es que esperaba, sí, que el psicoanálisis gravitara en lo que Lacan llamó el horizonte de la época.  No parece tan seguro que sean los “psicoanalistas”, por lo menos los que el autor evoca (y convoca), los más  dispuestos a acompañar esa expectativa. nb



[1] J. Lacan, De un discurso que no sería del semblante. Seminario
[2] Concedido a la recientemente fallecida María Esther Gilio aparecido en Antropos moderno

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