sábado, 17 de marzo de 2012

política y verdad


política y verdad.

Dudé respecto del título de esta conversación. Psicoanálisis y política pensé. Me parecía todavía atractivo. Pero enseguida pensé también que podía sugerir una simetría de la  que precisamente quería, quiero, escapar: no se trata para mí de aproximar u oponer disciplinas, ni siquiera “campos”. Desconfío de lo interdisciplinario, por lo menos cuando uno de los términos es el psicoanálisis, porque prefiero extraerlo de lo disciplinario en los – por lo menos – dos sentidos del término.

Política y verdad, son términos devaluados hoy en día. Sobre todo el primero, pero también la verdad, sobre la cual – no es ninguna novedad – se quiere saber poco. O tal vez mucho, pero de un modo suficientemente desactivado, que no ocasione mayores trastornos.

Toda política tiene que ver con la verdad. Se ordena en referencia a una verdad a la que a su vez no deja de producir y reproducir, de mostrar y ocultar. Lo que llamamos política a secas, la política, seguramente es paradigmática en esta relación con la verdad, y la intuición corriente, que junta estrechamente política y mentira no está descaminada. La verdad de la  política, de lo que se conoce como política, es el poder. Y su práctica, que incluye su justificación, es el ejercicio o la busca de ese poder, su ostentación y ocultamiento – su negación en ese sentido de negacionismo – alternativos.

Política y verdad nos lleva entonces a poder y verdad, en tanto política y poder parecen, parecieron hasta ahora, sino igualarse, sí ser inseparables. La política, se dice, es del poder lo cual cabe tomarse en las dos vertientes del genitivo.

Lacan hizo su aporte a las interrogaciones sobre el poder. No era hacia donde se dirigía, no era su objetivo – si pudiera hablarse de objetivos en la marcha de Lacan – pero su aporte fue significativo y es curioso que no haya sido suficientemente subrayado. No ya por los psicoanalistas poco interesados infelizmente en “la política” sino en los politólogos que desde hace ya tiempo han comenzado a buscar alimentos y pistas en Lacan para sus teorías.

El falo, como tantos términos lacanianos es un término “monstruo”, con una significación diferente cada vez. Y es así porque no hay “teoría” en Lacan y menos aún una teoría. Hay un ir diciendo en el que hay términos que se pierden en el camino, a veces temporalmente, a veces definitivamente y otros que más bien van sedimentando, tomando peso a partir de retornos y reiteraciones, no siempre “coherentes”, en general más bien lo contrario.

El falo es uno de esos términos-referencia.

En un seminario Lacan lo homologa al cetro de mando. Y dice que “circula” transmutado, travestido, desplazado, nunca como tal, salvo – va  a decir – en  el mundo de la  homosexualidad masculina. En esa circulación las mujeres tienen, encuentran, su papel. Lo encarnan (a ese falo), lo son. Y es por la elección de serlo que resultan mujeres, más allá de su sexualidad anatómica.

También el niño, “la cría de hombre” entra en la subjetividad, en el mundo del deseo y los deseos, en el “valor”, por su identificación al falo – la que funciona en el Otro y la que en espejo se pone en funcionamiento en el mismo niño.

El falo es un término, una unidad, de goce. Y el valor no es fácilmente discriminable de ese goce. Uno y otro, valor y goce son términos “objetivos” y “subjetivos” en Lacan. Tienen su existencia más allá del sujeto y una presencia, una gravitación, decisiva en la subjetividad. Precisamente el goce plantea una exigencia de subjetivación.

Aunque Lacan discriminó su término goce de la libido freudiana, puede decirse que, en todo caso, lo complejizó, pero no es en su esencia demasiado distinto. En todo caso Lacan ahondó en la perspectiva, en la posibilidad, de una falta de goce ya presente en Freud. Lo cual, por otra parte, no ha sido poca cosa.

Falo, goce, libido, valor, poder, son términos que corren en una misma dirección. Esto, así dicho, quizás no agregue mucho, pero situar el poder en relación a la libido y al goce, y en relación a la pulsión, quizás pueda ayudar a examinar algunas de sus particularidades y paradojas.

Lo propio del falo es designar la falta. Y es eso lo que lo hace deseable. Porque sitúa la falta y la enmascara. Hace del cero, uno. Un-cero. Señala la falta y es un talismán frente a ella, contra ella.

El falo es así lo único real o al menos lo más próximo y en el mismo golpe lo más ilusorio… ni más ni menos que el poder mismo.

Tomemos ahora la pulsión. La pulsión – Freud la nombró “de apoderamiento” – es, en su estado bruto, brutal como el poder. Excede al sujeto, y no hay “objeto” que la detenga, más que momentáneamente. Los objetos por otra parte, son “semblantes”, objetos imaginarios, en los que la pulsión se detiene, precisamente, un momento. Objetos que la engañan. Esos objetos, propician, auspician, amenizan – diría - su recorrido. Recorrido que sería sino fuera por ello, más que árido, o más bien no sería, de la  falta a la falta, y en torno a un vacío.

Es en esos objetos ilusorios en los que la pulsión “se realiza”.   Es decir, se satisface. Esa satisfacción del mismo modo en que antes aludíamos al falo, es tan ilusoria como sus objetos. Y tan real. Toda vez que lo ilusorio es lo real de la  satisfacción como el éxito arrollador de las drogas lo confirma.

Esta imposición de la  pulsión sobre el objeto, se proyecta sobre todas las “relaciones de objeto”, y antes que nada en los objetos que son los otros y es imposible entender nada de las relaciones sociales sin recurrir a la realidad de la  pulsión, realidad que por otra parte se manifiesta en la superficie misma de esas relaciones.

Estamos en la célebre frase de Freud de Más allá del principio del placer acerca de la ferocidad pulsional o en sus reflexiones sobre la guerra.

Hay ciertamente un atemperación de este  real pulsional que es la pulsión de muerte como tal, ligada al amor entendido como interés en conservar el objeto para continuar satisfaciendo en él la pulsión. Gozamos destruyendo al otro pero hasta un límite porque necesitamos de él… para seguir sirviéndonos de él. También esto está en la superficie misma de los fenómenos económicos, sociales y políticos que vienen desde la noche de los tiempos pero la economía capitalista muestra sin velos.

Se ve pues que no hay mucho que esperar de este amor que muestra ser un amor hipócrita. Freud en ese sentido nunca se engañó al respecto: si hay un límite a la pulsión de muerte, ese límite está dado no por el amor sino por el temor: la paz es siempre resultado de un equilibrio de fuerzas.

Pero las cosas no podrían ser tan simples – la simpleza del cinismo no es por lo menos en este caso suficiente. En la construcción freudiana el primer término no es el yo sino la pulsión: esto es, que el yo mismo puede ser objeto de la  pulsión mortífera. Es por una operación compleja llamada castración que el sujeto puede dirigir la pulsión hacia un “objeto”. Pero siempre resta un remanente variable de masoquismo que vuelve tan paradojal la conducta humana. No se puede predecir el resultado de una batalla  – exagera Lacan – pues no se sabe cómo gozarán los soldados (si matándose o haciéndose matar)

Toda la cuestión de los medios de dominación no violentos entran en este campo en que se cruzan la amenaza, el terror, con las necesidades más primarias de ser amado, controlado y castigado.

¿Hay otras satisfacciones? ¿Menos ilusorias? ¿Satisfacciones no placenteras o que no estén referidas a ese placer perfectamente situable que es el de la posesión?

La pregunta me parece pertinente porque está dirigida al goce o los goces consustanciales al poder: a su ejercicio y a su padecimiento y al que se prefigura en su búsqueda.

Vemos pues que goce y poder tienen, ya no una proximidad sino una consustancialidad que los vuelve, al menos en determinado punto indiscernibles. ¿El poder no es acaso posesión o bien dis-posición del objeto – que por cierto, bien puede ser un “sujeto”,  – para gozar de él, con él, en él, por medio de él? Pero la sola posesión entraña ya el goce y tal vez no sólo porque lo anticipe.

La cuestión del goce, de sus límites, de su falta de límite, del desastre al que conduce su ejercicio desenfrenado en todos los niveles – individual, social, político, etc. – no ha esperado la teoría lacaniana de los goces para plantearse. Está en la filosofía, en la literatura, desde sus lejanos albores.

También desde los orígenes de la  cultura parece tener voz la advertencia estoica, la experiencia budista, la necesidad de una experiencia que excluya el goce y que así lo acote y lo vuelva, digamos, posible, viable. Es en esa línea que se inscribe el psicoanálisis y particularmente su eje, la castración.

Pero no parecen esas experiencias haber prevalecido en el mundo, en la historia.

Más bien todo lo contrario.

Parece difícil que lo que hoy se llama política pueda traer una modificación de este estado de cosas pues se trata en general de palabras vacías y sus mismos agentes están implicados en aquello que declaran a veces querer modificar: la pobreza, la desigualdad, la injusticia.

El poder económico mal que le pese a toda la crítica que podemos hacerle al marxismo, sigue siendo la piedra fundamental de una dominación cruel asentada en un orden jurídico de hierro que ha naturalizado la desigualdad y la injusticia y más que nunca puede apreciarse cómo lo político es ya no un “reflejo” de lo económico sino una prolongación y un instrumento.

Eso no quita que un cambio pueda y deba venir en el plano estrictamente político, pero es impensable que surja en el seno de la clase, de la  casta, de empleados que goza directamente de los beneficios del orden capitalista.

Es evidente que los grandes movimientos de los últimos siglos, movimientos que manifiestamente se plantearon como objetivo terminar con la dominación, la desigualdad, la injusticia, fracasaron en tanto  instalaron regímenes muchas veces peor a los que derrocaron. Eso incluye no sólo las experiencias socialistas estalinistas sino los regímenes religiosos o fundamentalistas. Y en esto hay cierto consenso que la cuestión intocada es la del poder en tanto tal.

Curiosamente – o no tanto – hubo y hay aún una corriente, el anarquismo, que puso la mira precisamente en la cuestión del poder. Se lo critica, aún desde la izquierda y el progresismo sin clemencia. El anarquismo ha sufrido la represión y los crímenes más salvajes. Desde el saber universitario se lo desprecia por iluminista, romántico y decimonónico desde posiciones que hasta ayer nomás proclamaban el socialismo “científico” y miraron hacia otro lado frente a las atrocidades  del estalinismo. Hoy, un progresismo que prefiere ser “cauto” ante el fracaso y la traición de la  socialdemocracia muestra que en verdad, su temor a la “anarquía” es el temor a una democracia verdadera.

El anarquismo, con sus errores, sus ingenuidades, sus “torpezas”, es el auténtico hecho maldito de las sociedades capitalistas porque puso como ninguno el eje en el poder y apuntó - sin contar con los recursos y argumentos que el psicoanálisis y los filósofos e intelectuales sensibles a su discurso pudieron más tarde proporcionarle – con una intuición inigualable a los puntos clave donde la dominación se condensaba y cristalizaba: el estado, la religión, las “costumbres”, los vasallajes que la cultura impone. Intentó articular como ninguna otra corriente y como pudo lo “individual y lo social” enfrentando tanto al totalitarismo estalinista como al liberalismo feroz de los siglos XIX y XX adelantándose – e inspirando – movimientos que hoy, cien, doscientos años más tarde se nutren de él.

 Pero no sólo esos movimientos. No es difícil encontrar su simiente en pensadores actuales como Badiou, Foucault, Deleuze, aún con las diferencias que pueden reconocerse entre ellos.

El anarquismo objeta pues, el poder. Objeta, lo diremos así, ese goce. Objeta lo que no debería objetarse. Objeta al padre, figura sagrada antes ya de su instalación en la sagrada religión. Objeta la autoridad ahí donde se manifiesta como gobierno, como policía, como ley, como regla o como estatuto. Objeta esos precipitados de la  violencia, objeta la representación desde dos siglos antes que verificáramos su estafa, no lo contingente sino el  carácter necesario de su estafa, sea en los representantes del partido, de la  clase obrera o del pueblo o en los de la  “democracia moderna”.

La “resistencia” al anarquismo, más bien digamos, su persecución, no está tan alejada de la  resistencia al psicoanálisis o a cualquier discurso que toque en algún punto algo de la  verdad. La verdad implicada en ese caso es la que concierne a un rasgo del sujeto que o bien se rechaza, se desmiente, o bien se lo considera innato, natural del ser humano, lo cual en definitiva viene a ser lo mismo porque en ambos casos permanece intocado.

La cuestión es si puede haber precisamente puesta en cuestión efectiva de esta bipolaridad del sujeto que no podría ser otra que la bipolaridad de la  historia, que es de amor-odio, de los que ya hace tiempo Freud dijo que eran dos caras de lo mismo.

La única vía de salida de esa encerrona es lo que el psicoanálisis llama castración, no tan lejana de lo que el Zen llama iluminación o Satori. Una ética distanciada del bien y de los bienes, un efectivo más allá pero no sólo y aún no tanto del placer sino sobre todo del goce: una experiencia de la  falta de goce, una experiencia de separación de ese goce que nos habita, nos ordena en los dos sentidos del término, nos organiza en sus mismas coordenadas de goce espasmódico, única modalidad del goce fálico. Quiero decir, para que se entienda: ese goce cuyo único saber es subir y bajar, ese goce binario, arborescente, que Deleuze persiguió en el paño mismo de la filosofía, del saber de occidente al que opuso su rizoma – empresa heroica todavía a la espera, según parece, de ser continuada por quienes estén a la altura.

Cómo es que el psicoanálisis no dio lugar a una nueva erótica, se pregunta por ahí Lacan. Y la pregunta de porqué no dio lugar a una nueva política y una nueva ética, quiero decir a ellas en tanto prácticas, quizás sea la misma pregunta.

En mi opinión es pertinente establecer una distinción entre Freud y Lacan, seguramente en distintos puntos, pero en este caso en uno en particular: el hecho mismo de ser quien introdujo ese discurso recortó un lugar que Freud no supo o no pudo o no quiso eludir. No quiero reiterar lo que ya fue abundantemente dicho acerca de la posición de Freud, su identificación con el padre etc. etc. su adhesión al cientificismo decimonónico, su condición de médico. Tampoco diré nada nuevo respecto de los límites de Freud dentro de los límites del complejo de castración y la envidia al pene y todo eso. Creo simplemente que Lacan fue en efecto más allá, porque pudo apoyarse en Freud y producir algo que no es otra cosa que un segundo tiempo en la discursividad del psicoanálisis. Por otra parte si se articula un decir en el discurso del psicoanálisis es difícil no ir “más allá” ya que eso es un efecto del mismo movimiento discursivo.

La dificultad del, o con, el psicoanálisis es que como discurso impone a quien está en posición de vehiculizarlo, sostenerlo, prestarle enunciación, condiciones, precisamente, en relación al goce a las que el sujeto, particularmente el sujeto del capitalismo contemporáneo, no se aviene muy gustosamente. Esto se ha visto con los “seguidores” término gracioso si bien se mira, los discípulos, de Freud y Lacan. Sabemos lo que pasó: se encerró al psicoanálisis en la teoría, en la técnica, en la psicopatología, en la psiquiatría. Habiendo sido una objeción y una problematización del saber se lo redujo a ser un saber más, con lo cual se lo ridiculizó porque como saber el psicoanálisis es saber sobre nada y es incapaz de competir con ningún saber. Se lo arrancó de la  experiencia – que no es sólo la del “diván” sino la que llamaría de otro hablar – fuera  de la  cual no existe y se confinó otra vez la experiencia a la ceremonia ahora lacaniana: pretendidamente desenfadada, pero en verdad empobrecida y ridícula.

¿Qué ocurrió? Cómo es que el lacanismo, que con tanta agudeza criticó la “herencia” freudiana (los posfreudianos, el anafrudismo, la IPA, etc. etc.) haya resultado lo que resultó?

El “cómo” no se refiere a  la o las “causas” sino a las vías por las que se arribó a esos resultados. En todo caso las vías son aquellas que perpetuaron la eficacia de las causas.

El origen ya no médico sino psiquiátrico de Lacan no es algo que pueda desdeñarse si se tiene en cuenta que continuó durante años sosteniendo la presentación de “enfermos” sino pilar, por lo menos tradición vertebral de la  enseñanza médica. El lacanismo y esto no sin Lacan, perfeccionó y ahondó y extendió un afán nosográfico, clasificatorio y en definitiva medicalizador de la  subjetividad que, cuando Lacan continuó por  la vía que lo alejaba de todo eso, ya tenía suficientes seguidores capaces de dar consistencia a una psicopatología lacaniana con sus correspondientes psicopatolólogos. La profesionalización del psicoanálisis fue siempre su lastre. Fue su vía de integración al discurso médico, tendencia que mostró ser absolutamente imparable, y con él al discurso social dominante de servicio, salud y bienestar. El psicoanalista profesional es un personaje que no quiere correr verdaderos riesgos más allá de aquellos establecidos en el interior mismo de su vida institucional y profesional: “angustias”, “apuestas”, “actos” que jamás son tales  sino ítems preestablecidos en la doctrina que suelen no ser más que pantomimas colectivas.

El lacanismo ha producido mega instituciones ante las cuales la vituperada IPA queda casi en el nivel de lo amateur, de lo experimental. La política se regula allí por la lógica de poder que regula actualmente cualquier política. Las instituciones se han volcado a la “enseñanza” que en su esencia es un recurso para captar clientes/pacientes.

Todo esto es efecto seguramente de una multiplicidad de determinaciones, pero es una particular partición entre lo que se llamó psicoanálisis en intensión y psicoanálisis en extensión un término esencial en la constitución y justificación de este estado de cosas.

El análisis, el verdadero análisis es el que ocurre en el consultorio, es la clínica: la transferencia, el diván, el pago. La “cura”. Lo otro: la institución, el lazo entre analistas, es el campo de los eufemismos, exactamente como en cualquier institución. El eufemismo es el lenguaje de la  hipocresía instituida. Abundar en esto sería tedioso pero lo que quiero subrayar es que mientras en la “extensión” el abandono del discurso analítico acabó siendo flagrante, la “intensión”, el “psicoanálisis verdadero” no quedó menos atenazado en el trípode teoría, técnica, práctica, en fin, en la “clínica” como ocurrió con el posfreudismo.

La experiencia de la  castración, vacío fundamental de la  construcción del discurso analítico cuando ocurría incidental, accidentalmente, enfrentaba un aparato institucional hecho para desconocerla porque es para ello que está hecho todo aparato institucional.

Es lo que explica que los efectos del discurso analítico hayan ido a hacer resonancia en otros campos antes que en el “campo psicoanalítico”. En el arte, por ejemplo, campo en el que quizás puedan no sé si “cifrarse expectativas” pero sí al que vale la pena aproximarse, por muchos razones, pero en lo que nos interesa, por las pruebas que ha sabido dar en cuanto a sostener su insumisión a los discursos oficiales. nb

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