público y privado II
Voy tras lo público y lo privado. No por
lo público y lo privado, como se dice ahora en la baja alta política: “vamos
por todo”, “vienen por el agua”. La asociación libre, se ve, revela cómicas
pretensiones, aunque más bien, creo, recursos ingenuos o pueriles para tomar
impulso.
Hay una imbricación absoluta
entre
El pensamiento del afuera y Qué es un
autor, de Foucault. El pensamiento
del afuera es el texto de lo
público y lo privado, porque es el texto del adentro y el afuera o mejor quizás
de un afuera sin adentro.
Del hablo –performativo con que inicia el texto- dice Foucault, brutalmente, para no dejar
lugar a dudas, que “su elemento es el desierto”. El puro afuera. Vacío -insiste-, abertura absoluta. Pero, y aquí viene lo revulsivo, el sujeto, el “yo” que habla, se dispersa también
hasta desaparecer en este espacio desnudo. Es la contracara de
la queja de “predicar en el desierto”:
también el sujeto que habla desaparece en el desierto. ¿Cómo hacer filosofía
con esto? No hablemos de hacer Historia.
- ¿Pero tampoco de confrontar
argumentos?
No querría insistir en aquél diálogo con J.A. Miller,
pero viene a cuento:
- Vistos de cerca tus
argumentos se deshacen.
- ¡Pero si están hechos para
eso!
Argumento, igualmente -de
sofista- se dirá. No parece, sin embargo, un argumento sino más bien una salida
de la lógica de la argumentación. Parece poesía. O aún, chiste, por el efecto
que puede provocar.
Hay una privacidad de los
dichos y una de los cuerpos.
Curiosamente hay una
publicidad –es también curioso el rumbo que tomó el sustantivo: de hacer
público a “publicitar” – obscena de los cuerpos –y de los rostros- cuyo revés,
o doblés más bien, es una privacidad miedosa que el censor resguardaba. Censor migró también del señor oscuro,
mano de obra ya desocupada, al dispositivo electrónico, un alcahuete ya más
sofisticado.
Fue, nuevamente el arte, pero
es mejor decir aquí, el artista, quien liberó al cuerpo de la privacidad que bajo la hipócrita
justificación de resguardarlo lo condenaba.
Por supuesto, la cultura
encerró esos cuerpos en los museos. (De un modo similar, los psicoanalistas
encerraron al psicoanálisis en el consultorio. Quizás como la operación fue
insuficiente fue necesaria la Escuela) Y hasta en la tela. ¡Que no escape de su
soporte!
Lola Mora, por recordar sólo
un ejemplo desopilante, tan siquiera alcanzó aquella suerte.
Todo esto ciertamente fue un
gran progreso si se piensa no ya en Sade, en Wilde. O en Flaubert, ayer nomás,
en el país irreverente de Voltaire, como dijo la ministra.
El progreso fue sin duda descriminalizar
al artista y recapturar la “obra”. Confinarla al arte. Volverla objeto de
reverencia y de “estudio”, uno de sus modos. Quebrar el pasaje que pueda
reconducir del enunciado a la
enunciación. Hacer, podría decir Lacan, del acto, mera acción, y de la acción
producto, ellos sí, en condiciones de ser clasificados y mandados a dormir en
la paz de las enciclopedias.
Modos de opacar el carácter
político, es decir, público,
verdaderamente público, del arte. El arte es político porque inunda la
subjetividad de libertad, no sólo sin que la Autoridad pueda impedirlo, al
menos sin quedar en ridículo, es decir
desenmascarada. También sin que, muchas veces, el sujeto lo “sepa”.
La música, el grafiti – recientemente,
un mediocre, gris, posible hasta la náusea, pre-candidato presidencial
especialista en (comprar) trenes, “demoró” a unos chicos que habían “ensuciado”
unos vagones, y no faltó un pequeño sociólogo venido a periodista que le hizo
coro. El arte callejero no invade el espacio público: lo produce del modo en
que se debe. Sin pedir permiso.
Si se piensa que lo público y
lo privado es un tema de especialistas en sociología u objeto de exquisitas
disquisiciones intelectuales bastaría, para ponerlo en duda, detenerse en los
resortes que parecen ordenar, es decir,
desquiciar, los hechos que estamos presenciando en estos días con una mezcla
extraña de angustia y pérdida, al mismo tiempo, de la posibilidad de
asombrarse: volvemos a saber lo que ya sabíamos. El hastío se mezcla con la
angustia pero no la atempera.
¿Cuál es la eficacia de los
espías, lo que conforma su posibilidad de ataque y defensa al mismo tiempo? Sin
duda su amenaza y no pocas veces el cumplimiento, de hacer público lo privado. Lo
privado, que reclama secreto.
Se ve ahí la punta que
muestra la superposición de los negocios –y su extensión natural, citaba antes
a D. Cronemberg, el crimen- con “la intimidad” o, digamos mejor, la
“privacidad”. La propiedad es privada –un pleonasmo tal vez- y más privados aún
los medios reales por los que se la obtuvo. Desde los discretos asesinatos hasta
la guerra, pública en su realización pero “privada” en sus motivaciones.
La “intimidad” es sexual en
el sentido más estrictamente freudiano del término. Incluye las “perversiones”
más pintorescas y las más distantes del el acto sexual propiamente dicho. También
aquí entran en juego la moral y el honor, la “honorabilidad”, ese campo donde,
observa Foucault con una mirada impermeable a la obviedad del prejuicio, ha ido
a parar la sexualidad. ¿Cómo es que el sexo, se pregunta, pudo convertirse en
un tema moral?
El psicoanálisis dio su
respuesta: por el Complejo de Edipo. La mitología de ahora, una mitología un
poco triste, dijo Borges con su proverbial malicia.
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