lunes, 9 de febrero de 2015

público y privado II

Voy tras lo público y lo privado. No por lo público y lo privado, como se dice ahora en la baja alta política: “vamos por todo”, “vienen por el agua”. La asociación libre, se ve, revela cómicas pretensiones, aunque más bien, creo, recursos ingenuos o pueriles para tomar impulso.

Hay una imbricación absoluta entre
El pensamiento del afuera y Qué es un autor, de Foucault. El pensamiento del afuera es el texto de lo público y lo privado, porque es el texto del adentro y el afuera o mejor quizás de un afuera sin adentro.

Del hablo –performativo con que inicia el texto-  dice Foucault, brutalmente, para no dejar lugar a dudas, que “su elemento es el desierto”. El puro afuera. Vacío -insiste-, abertura absoluta. Pero, y aquí viene lo revulsivo, el sujeto, el “yo” que habla, se dispersa también hasta desaparecer en este espacio desnudo. Es la contracara de la  queja de “predicar en el desierto”: también el sujeto que habla desaparece en el desierto. ¿Cómo hacer filosofía con esto? No hablemos de hacer Historia.

- ¿Pero tampoco de confrontar argumentos?

No querría  insistir en aquél diálogo con J.A. Miller, pero viene a cuento:

- Vistos de cerca tus argumentos se deshacen.
- ¡Pero si están hechos para eso!

Argumento, igualmente -de sofista- se dirá. No parece, sin embargo, un argumento sino más bien una salida de la lógica de la argumentación. Parece poesía. O aún, chiste, por el efecto que puede provocar.

Hay una privacidad de los dichos y una de los cuerpos.

Curiosamente hay una publicidad –es también curioso el rumbo que tomó el sustantivo: de hacer público a “publicitar” – obscena de los cuerpos –y de los rostros- cuyo revés, o doblés más bien, es una privacidad miedosa que el censor resguardaba. Censor migró también del señor oscuro, mano de obra ya desocupada, al dispositivo electrónico, un alcahuete ya más sofisticado.

Fue, nuevamente el arte, pero es mejor decir aquí, el artista, quien liberó al cuerpo de la  privacidad que bajo la hipócrita justificación de resguardarlo lo condenaba.

Por supuesto, la cultura encerró esos cuerpos en los museos. (De un modo similar, los psicoanalistas encerraron al psicoanálisis en el consultorio. Quizás como la operación fue insuficiente fue necesaria la Escuela) Y hasta en la tela. ¡Que no escape de su soporte!

Lola Mora, por recordar sólo un ejemplo desopilante, tan siquiera alcanzó aquella suerte.

Todo esto ciertamente fue un gran progreso si se piensa no ya en Sade, en Wilde. O en Flaubert, ayer nomás, en el país irreverente de Voltaire, como dijo la ministra.
El progreso fue sin duda descriminalizar al artista y recapturar la “obra”. Confinarla al arte. Volverla objeto de reverencia y de “estudio”, uno de sus modos. Quebrar el pasaje que pueda reconducir del  enunciado a la enunciación. Hacer, podría decir Lacan, del acto, mera acción, y de la acción producto, ellos sí, en condiciones de ser clasificados y mandados a dormir en la paz de las  enciclopedias.

Modos de opacar el carácter político,  es decir, público, verdaderamente público, del arte. El arte es político porque inunda la subjetividad de libertad, no sólo sin que la Autoridad pueda impedirlo, al menos sin quedar en ridículo,  es decir desenmascarada. También sin que, muchas veces, el sujeto lo “sepa”.

La música, el grafiti – recientemente, un mediocre, gris, posible hasta la náusea, pre-candidato presidencial especialista en (comprar) trenes, “demoró” a unos chicos que habían “ensuciado” unos vagones, y no faltó un pequeño sociólogo venido a periodista que le hizo coro. El arte callejero no invade el espacio público: lo produce del modo en que se debe. Sin pedir permiso.

Si se piensa que lo público y lo privado es un tema de especialistas en sociología u objeto de exquisitas disquisiciones intelectuales bastaría, para ponerlo en duda, detenerse en los resortes que parecen ordenar,  es decir, desquiciar, los hechos que estamos presenciando en estos días con una mezcla extraña de angustia y pérdida, al mismo tiempo, de la posibilidad de asombrarse: volvemos a saber lo que ya sabíamos. El hastío se mezcla con la angustia pero no la atempera.

¿Cuál es la eficacia de los espías, lo que conforma su posibilidad de ataque y defensa al mismo tiempo? Sin duda su amenaza y no pocas veces el cumplimiento, de hacer público lo privado. Lo privado, que reclama secreto.

Se ve ahí la punta que muestra la superposición de los negocios –y su extensión natural, citaba antes a D. Cronemberg, el crimen- con “la intimidad” o, digamos mejor, la “privacidad”. La propiedad es privada –un pleonasmo tal vez- y más privados aún los medios reales por los que se la obtuvo. Desde los discretos asesinatos hasta la guerra, pública en su realización pero “privada” en sus motivaciones.

La “intimidad” es sexual en el sentido más estrictamente freudiano del término. Incluye las “perversiones” más pintorescas y las más distantes del el acto sexual propiamente dicho. También aquí entran en juego la moral y el honor, la “honorabilidad”, ese campo donde, observa Foucault con una mirada impermeable a la obviedad del prejuicio, ha ido a parar la sexualidad. ¿Cómo es que el sexo, se pregunta, pudo convertirse en un tema moral?


El psicoanálisis dio su respuesta: por el Complejo de Edipo. La mitología de ahora, una mitología un poco triste, dijo Borges con su proverbial malicia.

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