sublimación y política
El acto mismo de escribir es
un deponer -valga la redundancia- una posición.
Hay una pasión por la
posición. Por la “toma” de posición. No la política o ideológica. La toma de
posición ya implicada en el gesto. La forma de “plantarse”. De saber plantarse.
Se ha insinuado, algunos lo
han dicho sin tapujos, que hay una cobardía en el escribir. El escribir como
una huida de la vida. Del tiempo, de
la temporalidad misma de la vida. No de la vida en abstracto, de la vida en naturaleza que tampoco existe, sino
de la vida con el otro y con los otros.
Escribir es encomendarse a
otro tiempo. Es “neurótico”, por el rasgo de huida que define para el
psicoanálisis al neurótico. Y es megalómano, porque procura construir un mundo,
otro mundo.
Pero escribir abre un
torrente que el diálogo más bien detiene. Consideraciones hacia el otro. De
todo orden. Temores, precipitaciones, inhibiciones, ruidos que pueden aturdir,
reflejos, cegueras. Lo dicho no puede
borrarse con una corrección o con el desdecirse. Hace su camino. Escribir, en
cambio… es más bien deudor de un trance, sí, un paso donde también uno, el que
escribe se deja estar, se suprime como crítico.
Esa actitud es común a
cualquier arte. Y la libertad está concernida en todo esto.
Hay un extraño morir en el
artista. O un hacerse el muerto. Porque goza. Como pocos, pero de un modo que
el hombre corriente habitualmente despreciaría, y de hecho desprecia, pues ha
decidido gozar de otro modo, “en el juego de la
vida”, pero hay a la vez admiración y con ella una envidia soterrada
porque el artista escapó de las imposiciones de todo tipo a las que todos deben
doblegarse para jugar el mentado juego de la
vida. Todo esto ya lo dijo Freud, sin duda.
Tal vez la discusión sea si
hay una posibilidad de una relación distinta entre ese mundo soterrado y el
orden de la relación entre los hombres,
que es eso finalmente “el mundo”. Como ya se ha dicho, el hombre es el mundo
del hombre.
Ese mundo está regido por
relaciones de poder. Es difícil saber si hay pasión humana que se sostenga por
fuera de una deseo de apoderamiento. El arte, el artista parecen responder que
sí. Pero a la vez el artista, por lo menos en su práctica, se retira de todo
contacto social, al que no pocas veces desprecia. Y de hecho, grandes artistas
se han apartado definitivamente de la
vida social. Podría decirse, inversamente, que fue su torpeza o su
incapacidad para los lazos sociales lo que los condujo a la acción artística,
pero esa explicación psicológica no agrega demasiado.
Es una pasión, la del artista
que prescinde del otro y del Otro si tomamos la ya establecida distinción de
Lacan.
Esa pasión, por otra parte,
históricamente, no se ha llevado nada bien ni con el orden establecido ni con
ningún otro. La mirada encantada que tiene la cultura actual hacia el arte
seguramente encubre la hipocresía y el recelo. La historia del arte es también
la de la censura y la persecución. Y la política contemporánea de la cultura es la de encerrar el arte en el
museo, la escritura en el libro y acosarlos, cercarlos y asfixiarlos con las
industrias culturales que simulan el producto artístico.
Qué sería, en el plano
social, una relación con el otro, la puesta en juego con el otro de un goce que
no sea el de apoderamiento.
La historia, se dirá, es la
historia de los apoderamientos. De las guerras, entre extraños y entre
“hermanos”, por el apoderamiento de personas y cosas.
Es notable -y me permito una
digresión- cómo el común acepta sin titubeos esta lógica de la historia, pero en tiempos o en lugares
remotos donde los propios intereses y pasiones no entran en juego, mientras que
en su situación presente recurren a mitos y construcciones, ideas e ideologías
que les permiten ignorar esa lógica. Que les permiten no saber lo que de todos
modos saben. Es preciso todavía construir una teoría política, un discurso más
bien, que sitúe el saber y la renegación del saber en el centro de la acción
política. No debería estar muy alejado de lo que el psicoanálisis llama
represión, renegación, rechazo.
Quizás pueda también pensarse
la historia como el avance y el reflujo de esa vía que abre lo que Freud llamó sublimación con su posibilidad de
desviar y atemperar la pulsión de apoderamiento y agresividad. Hay que
reconocerle a Freud que aunque desde un discutible escepticismo jamás convalidó
las ideas de un supuesto progreso de la
historia.
La sublimación es un término,
una idea, que está ahí, a la espera quizás, con una potencialidad para dar
cuenta de una vía de pasaje de lo pulsional a lo discursivo. Pero también cómo
no, en el sentido inverso.
Es notable cómo el político
ha encontrado un recurso en el amor. En el amor religioso, cristiano. Una forma
de cohesión social –también pensó Freud el amor como fuerza unificante
universal- que elude la discursividad y de ahí su inestabilidad y sí, su
peligrosidad. El amor es sin duda un factor represivo de primera línea.
Lacan subrayó que la
sublimación freudiana es sin represión, lo cual explica la potencia creativa y
la fuerza insurgente del arte. Es por eso que el estalinismo se propuso
aplastarlo con el mote de contrarrevolucionario y el nazismo con el de arte
judío o decadente.
La cuestión es, entonces
–volviendo- cuáles son los impedimentos para que lo artístico, lo poético
irrumpa en lo político y en los lazos sociales. De hecho, impedimentos sobran,
porque todo en lo social está organizado para contener lo pulsional, que no
deja de pulsar. Y a esta altura sería conveniente ya, distinguir la pulsión de
apoderamiento, una pulsión que habría que considerar más bien represora antes
que reprimida -está a la vista lo poco y mal reprimida que está la mentada
pulsión- distinguirla tal vez, hasta oponerla, a lo pulsional como lo parcial y
fragmentario. Después están los impedimentos más formales que están bajo entera
dependencia de los primeros: las teorías justificatorias del orden y la
represión sobre lo que no voy a insistir.
Si hay un sujeto -no vamos a
volver ahora a la intervención de Foucault- hay que situarlo en el nivel de
este cuerpo fragmentado que Lacan propone como fundamental. Es interesante
subrayar que es en ese momento que Lacan sitúa la inserción del discurso o si
se prefiere de lo “simbólico”. No para unificarlo sino para darle una
perspectiva, una vía.
Es indudable que el arte, la
literatura, no hablemos de la poesía, el
cine, han avanzado en la vía de la deconstrucción y lo fragmentario. No sólo ha
habido un estallido de la buena forma,
también el tiempo, el viejo y entrañable tiempo de la sucesión, de la historia pero también de las
historias, el tiempo que hace ya más de medio siglo recibió el tremendo golpe
de la ciencia –la conmoción es tal que
eso sigue sin “entenderse”- también el tiempo ha estallado revelando su
condición de, precisamente, pulsación, fugacidad tal vez, si se lo aprecia
desde ese continuo de lo sucesivo que se resiste a abandonarnos, pero sobre
todo materialidad, dura materialidad. Es por otra parte lo que Lacan destacó,
afirmando que el tiempo es el objeto.
Si hubiese algún progreso de
la historia sería, según se ve, más
hacia su autodestrucción que hacia alcanzar la excelsitud de la idea. Si Marx
pudo equivocarse en algunos vaticinios peor se ha equivocado Hegel. Hasta ahora
por lo menos. El discurso capitalista ha venido a sellar las vías de salida de
lo pulsional propiamente dicho y a dar a la pulsión de apoderamiento y
agresividad toda la virulencia que la
técnica multiplicó en niveles inimaginados.
El poder generador de
subjetividad de ese discurso tampoco fue suficientemente ponderado por quienes
querían derribar el capitalismo. Aquel dilema, un poco ingenuo tal vez, o
demasiado simplificador, de cambiar el “sistema” para cambiar las consciencias
o cambiar éstas para cambiar aquél, mantiene sin embargo su grano de verdad. Y
no es poco lo que se juega en esa verdad. Las vicisitudes (para decirlo con
suavidad) de las revoluciones, lo actualiza. Y también las acertadas precauciones
de los nuevos movimientos políticos donde también lo fragmentario, lo disperso,
sí, lo anárquico encontró su lugar.
Hablar de lo político y lo
ideológico como una “superestructura” quizás no fue falso pero sí absolutamente
insuficiente. No tanto porque, como ya fue dicho, lo ideológico y lo político
“sobre-determinan” lo económico. Sino porque, en absoluta solidaridad con la
vida económica, crean, como se diría ahora, con una expresión que se aproxima
más a la cuestión del sujeto y el discurso, producen, subjetividad.
Y la pregunta por las
revoluciones, por el destino que han tenido, es una pregunta por la
subjetividad y por el discurso. O para decirlo de un modo más directo: en
cuánto la subjetividad acompañó lo que desde un plano estrictamente político se
reconocía como un cambio de época, como un clivaje en el tiempo histórico.
Por cierto hay diferencias
tales entre los procesos revolucionarios que impiden toda afirmación
generalizadora, pero lo que es seguro es que no se ha apreciado en la mayoría
de ellos un cambio de discurso, una modificación radical de los lazos sociales. nb
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