domingo, 22 de febrero de 2015

sublimación y política

El acto mismo de escribir es un deponer -valga la redundancia- una posición.

Hay una pasión por la posición. Por la “toma” de posición. No la política o ideológica. La toma de posición ya implicada en el gesto. La forma de “plantarse”. De saber plantarse.

Se ha insinuado, algunos lo han dicho sin tapujos, que hay una cobardía en el escribir. El escribir como una huida de la  vida. Del tiempo, de la  temporalidad misma de la  vida. No de la  vida en abstracto, de la  vida en naturaleza que tampoco existe, sino de la  vida con el otro y con los otros.

Escribir es encomendarse a otro tiempo. Es “neurótico”, por el rasgo de huida que define para el psicoanálisis al neurótico. Y es megalómano, porque procura construir un mundo, otro mundo.

Pero escribir abre un torrente que el diálogo más bien detiene. Consideraciones hacia el otro. De todo orden. Temores, precipitaciones, inhibiciones, ruidos que pueden aturdir, reflejos, cegueras. Lo dicho no puede borrarse con una corrección o con el desdecirse. Hace su camino. Escribir, en cambio… es más bien deudor de un trance, sí, un paso donde también uno, el que escribe se deja estar, se suprime como crítico.

Esa actitud es común a cualquier arte. Y la libertad está concernida en todo esto.

Hay un extraño morir en el artista. O un hacerse el muerto. Porque goza. Como pocos, pero de un modo que el hombre corriente habitualmente despreciaría, y de hecho desprecia, pues ha decidido gozar de otro modo, “en el juego de la  vida”, pero hay a la vez admiración y con ella una envidia soterrada porque el artista escapó de las imposiciones de todo tipo a las que todos deben doblegarse para jugar el mentado juego de la  vida. Todo esto ya lo dijo Freud, sin duda.

Tal vez la discusión sea si hay una posibilidad de una relación distinta entre ese mundo soterrado y el orden de la  relación entre los hombres, que es eso finalmente “el mundo”. Como ya se ha dicho, el hombre es el mundo del hombre.

Ese mundo está regido por relaciones de poder. Es difícil saber si hay pasión humana que se sostenga por fuera de una deseo de apoderamiento. El arte, el artista parecen responder que sí. Pero a la vez el artista, por lo menos en su práctica, se retira de todo contacto social, al que no pocas veces desprecia. Y de hecho, grandes artistas se han apartado definitivamente de la  vida social. Podría decirse, inversamente, que fue su torpeza o su incapacidad para los lazos sociales lo que los condujo a la acción artística, pero esa explicación psicológica no agrega demasiado.

Es una pasión, la del artista que prescinde del otro y del Otro si tomamos la ya establecida distinción de Lacan.

Esa pasión, por otra parte, históricamente, no se ha llevado nada bien ni con el orden establecido ni con ningún otro. La mirada encantada que tiene la cultura actual hacia el arte seguramente encubre la hipocresía y el recelo. La historia del arte es también la de la censura y la persecución. Y la política contemporánea de la  cultura es la de encerrar el arte en el museo, la escritura en el libro y acosarlos, cercarlos y asfixiarlos con las industrias culturales que simulan el producto artístico.

Qué sería, en el plano social, una relación con el otro, la puesta en juego con el otro de un goce que no sea el de apoderamiento.

La historia, se dirá, es la historia de los apoderamientos. De las guerras, entre extraños y entre “hermanos”, por el apoderamiento de personas y cosas.
Es notable -y me permito una digresión- cómo el común acepta sin titubeos esta lógica de la  historia, pero en tiempos o en lugares remotos donde los propios intereses y pasiones no entran en juego, mientras que en su situación presente recurren a mitos y construcciones, ideas e ideologías que les permiten ignorar esa lógica. Que les permiten no saber lo que de todos modos saben. Es preciso todavía construir una teoría política, un discurso más bien, que sitúe el saber y la renegación del saber en el centro de la acción política. No debería estar muy alejado de lo que el psicoanálisis llama represión, renegación, rechazo.

Quizás pueda también pensarse la historia como el avance y el reflujo de esa vía que abre lo que Freud llamó sublimación con su posibilidad de desviar y atemperar la pulsión de apoderamiento y agresividad. Hay que reconocerle a Freud que aunque desde un discutible escepticismo jamás convalidó las ideas de un supuesto progreso de la  historia.

La sublimación es un término, una idea, que está ahí, a la espera quizás, con una potencialidad para dar cuenta de una vía de pasaje de lo pulsional a lo discursivo. Pero también cómo no, en el sentido inverso.

Es notable cómo el político ha encontrado un recurso en el amor. En el amor religioso, cristiano. Una forma de cohesión social –también pensó Freud el amor como fuerza unificante universal- que elude la discursividad y de ahí su inestabilidad y sí, su peligrosidad. El amor es sin duda un factor represivo de primera línea.

Lacan subrayó que la sublimación freudiana es sin represión, lo cual explica la potencia creativa y la fuerza insurgente del arte. Es por eso que el estalinismo se propuso aplastarlo con el mote de contrarrevolucionario y el nazismo con el de arte judío o decadente.

La cuestión es, entonces –volviendo- cuáles son los impedimentos para que lo artístico, lo poético irrumpa en lo político y en los lazos sociales. De hecho, impedimentos sobran, porque todo en lo social está organizado para contener lo pulsional, que no deja de pulsar. Y a esta altura sería conveniente ya, distinguir la pulsión de apoderamiento, una pulsión que habría que considerar más bien represora antes que reprimida -está a la vista lo poco y mal reprimida que está la mentada pulsión- distinguirla tal vez, hasta oponerla, a lo pulsional como lo parcial y fragmentario. Después están los impedimentos más formales que están bajo entera dependencia de los primeros: las teorías justificatorias del orden y la represión sobre lo que no voy a insistir.

Si hay un sujeto -no vamos a volver ahora a la intervención de Foucault- hay que situarlo en el nivel de este cuerpo fragmentado que Lacan propone como fundamental. Es interesante subrayar que es en ese momento que Lacan sitúa la inserción del discurso o si se prefiere de lo “simbólico”. No para unificarlo sino para darle una perspectiva, una vía.

Es indudable que el arte, la literatura, no hablemos de la  poesía, el cine, han avanzado en la vía de la deconstrucción y lo fragmentario. No sólo ha habido un estallido de la  buena forma, también el tiempo, el viejo y entrañable tiempo de la  sucesión, de la historia pero también de las historias, el tiempo que hace ya más de medio siglo recibió el tremendo golpe de la  ciencia –la conmoción es tal que eso sigue sin “entenderse”- también el tiempo ha estallado revelando su condición de, precisamente, pulsación, fugacidad tal vez, si se lo aprecia desde ese continuo de lo sucesivo que se resiste a abandonarnos, pero sobre todo materialidad, dura materialidad. Es por otra parte lo que Lacan destacó, afirmando que el tiempo es el objeto.

Si hubiese algún progreso de la  historia sería, según se ve, más hacia su autodestrucción que hacia alcanzar la excelsitud de la idea. Si Marx pudo equivocarse en algunos vaticinios peor se ha equivocado Hegel. Hasta ahora por lo menos. El discurso capitalista ha venido a sellar las vías de salida de lo pulsional propiamente dicho y a dar a la pulsión de apoderamiento y agresividad toda la  virulencia que la técnica multiplicó en niveles inimaginados.

El poder generador de subjetividad de ese discurso tampoco fue suficientemente ponderado por quienes querían derribar el capitalismo. Aquel dilema, un poco ingenuo tal vez, o demasiado simplificador, de cambiar el “sistema” para cambiar las consciencias o cambiar éstas para cambiar aquél, mantiene sin embargo su grano de verdad. Y no es poco lo que se juega en esa verdad. Las vicisitudes (para decirlo con suavidad) de las revoluciones, lo actualiza. Y también las acertadas precauciones de los nuevos movimientos políticos donde también lo fragmentario, lo disperso, sí, lo anárquico encontró su lugar.

Hablar de lo político y lo ideológico como una “superestructura” quizás no fue falso pero sí absolutamente insuficiente. No tanto porque, como ya fue dicho, lo ideológico y lo político “sobre-determinan” lo económico. Sino porque, en absoluta solidaridad con la vida económica, crean, como se diría ahora, con una expresión que se aproxima más a la cuestión del sujeto y el discurso, producen, subjetividad.

Y la pregunta por las revoluciones, por el destino que han tenido, es una pregunta por la subjetividad y por el discurso. O para decirlo de un modo más directo: en cuánto la subjetividad acompañó lo que desde un plano estrictamente político se reconocía como un cambio de época, como un clivaje en el tiempo histórico.

Por cierto hay diferencias tales entre los procesos revolucionarios que impiden toda afirmación generalizadora, pero lo que es seguro es que no se ha apreciado en la mayoría de ellos un cambio de discurso, una modificación radical de los lazos sociales. nb 

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