martes, 3 de junio de 2014

correos XXVIII. el amor, notas



Abriendo la compu para enviar este correo encontré el de C, metido de lleno en el tema. Por eso, C, no hay ninguna referencia a lo que escribiste, pero, prometo, las habrá en abundancia (eufemismo del exceso). Sólo recordaré que siempre se vuelve al pago: es el efecto del discurso que lo instituye. Abrazos. 

Imagino un amor sin palabras. Un amor de actos. Un amor de cuerpos.
Un amor ocupado por esa pasión que sólo el sueño – a veces - evoca y convoca.
Un amor sin demanda (que me perdone Lacan) Un amor desesperanzado y desesperado. Que sepa, más que emular, alojar la eternidad de la  muerte.
Quizás la sucesión de amores fracasados – es notable como hemos naturalizado el fracaso amoroso – sea, ojalá pudiera ser, el aprendizaje de otro amor.
Quizás sea esa la enseñanza de un análisis: el fracaso del amor-de-transferencia.
Fui, sí, - como leyó José - por el lado del amor. Por dónde ir sino, tratándose de la  transferencia.
¿Pero qué amor?
Para Freud en cierto modo fue más fácil y más simple: ellas se enamoraban.
Habló menos de la  transferencia de los hombres pero seguramente dijo que era del tipo del amor al padre en el que hombres y mujeres se aúnan (con las consecuencias – penosas - de todo aunarse)
Allouch se tomó el importante trabajo de inventariar los tipos de amor en Lacan. Pero lo que reviste interés para mí es qué amor promueve un psicoanalista.
Por ejemplo qué especie de amor es éste, que tiene entre otras condiciones la de que sea pago. No parece ser ésta una novedad en la historia del amor. Una vez en un “cine debate”, en los ’60 un tipo soltó: las psicoanalistas son la versión contemporánea de la  prostituta. El quilombo que se armó fue de antología.
¿Y la reciprocidad, subrayada por Lacan? ¿Hay entonces amor no recíproco? ¿O hay en cambio un amor – eso digo, un amor – del analista?
Los terapeutas de antes encarnaba (o “semblanteaban”) ese amor, y hasta lo enseñaban: el respeto, la contención – de contener y un poco también, de contenerse -  la necesaria calidez, en fin, ese personaje que aunque progresó con los tiempos hacia la caricatura seguramente se lo creía en algún grado (condición ineludible del amor).
Todo ello merecía su justa retribución.
[No vaya a entenderse que el amor del analista sería al dinero y que el paciente o el analizante, creería que lo ama a él.
Es lo que ocurre con el amor materno. El niño – también la madre - cree que es a él a quien la madre ama. Pero ama otra cosa. Es asombroso que Lacan le haya dado al fetichismo capitalista estatuto antropológico.]
Pero el analista, más bien estaba atento a ese amor y operaba. Era una operatoria. Cobrar quizás también lo protegiera del amor. Pero, como el gobernante y el educador, se servía del amor para otra cosa.
Vieron que hoy los políticos dicen – no un De la Rúa por cierto, pero sí Kirchner, Cristina – “los quiero mucho”. Frase impensable en un psicoanalista. Pero tanto el político como el psicoanalista depende de que los quieran para “operar”. No es una crítica, es constatable. El psicoanalista es más astuto. Recuerdan la que decía – y seguramente no se equivocaba – cuanto peor las tratás más te quieren. Es que es un modelo, un modelo en uso del que Lacan no parece haber sido ajeno.
Hay una suerte de técnica del maltrato o el destrato. Su leimotiv sería: te destituyo de entrada. Más aún: te descompleto. Te extraigo goce. En forma de dinero, coágulo de goce que circula, se tiene, se acapara, se pierde. Quién no sabe que se goza gastando y perdiendo. Al comienzo duele, hasta que se aprende. Ya me agradecerás.
El maestro Zen no cobra pero destituye. Pega. Ningunea. Ningún uno. Ning uno. No hay camino Zen sin maestro.
Es conocida la historia que a quien llama a la puerta del monasterio se le responde que no hay más lugar. Sólo a quien persista por días y noches en el umbral se le franqueará el acceso. No se considera esto un “rechazo de la  transferencia”. Tampoco sabemos si el candidato está advertido del reusamiento inicial y todo forma parte de un ritual sabido de antemano. 
El “prefiero que el acceso a mis escritos sea difícil” de Lacan, ese rechazo que también provocan sus escritos, no es tan ajeno a esto. Las vías de la transferencia son paradojales.
Pero admitamos que los resortes del fascismo no son muy diferentes: “aquí hace falta un Franco, un Fidel Castro”, se decía hace no tanto tiempo. El pedido de mano dura no sólo, no siempre, es conveniencia. También es masoquismo. “Esclavos: lo que todos queremos ser”, soltó una vez Lacan para horror de muchos, aunque unos pocos lo saben desde siempre y actúan en consecuencia.
Blanchot también es “difícil” pero no parece que sea deliberado. Tal vez de eso se pueda también inferir algo.La transferencia cambia como dicen que cambian las neurosis con el tiempo, con los tiempos. Aunque más no sea por lo, yo diría, sobreadvertido, que está el psicoanalista lacaniano contemporáneo. Quizás también el amor, como el inconsciente, busca – o inventa – intersticios, nuevos engaños.
¿Qué es hoy el amor? No digo, ahora,  para el psicoanálisis sino para la gente en general. Algo indiscernible de las conveniencias. Algo que las colorea. Al punto que un verdadero amor, un nada por nada, un amor sin límites (con esa frase termina Lacan un seminario) ha pasado a ser una curiosidad literaria o de la  crónica periodística.
Si algo hay que reconocerle a Freud – perdonen el recurso al lugar común – es que no tenía pelos en la lengua: el matrimonio, el amor matrimonial o de pareja, es la posibilidad de asegurarse el objeto sexual duraderamente.
La conveniencia en tiempos del capitalismo pero seguramente, también antes - tal vez deba decirse: en occidente - pero nunca como en el capitalismo, es solidaria de la  posesión: de almas, bienes, voluntades, cuerpos.
Hay que decir que cierta sabiduría – Lacan supo aludir a la sabiduría, al saber vivir a contracorriente del saber en su uso corriente precisamente – progresó justamente en los discursos in-convenientes y en el surco de la  desposesión.
Parece que la bronca con los sofistas en Grecia era que cobraban por enseñar. Por enseñar a vivir, porque era esa la enseñanza de la  filosofía. Y como la enseñanza era inseparable del acto de enseñar no les parecía que enseñar a cobrar fuera una buena enseñanza.

En fin, disculpen la insistencia, pero si no nos metemos con la guita, cerrojo con el que el discurso capitalista opera, no como mero instrumento sino también como articulador de las subjetividades y de las  prácticas, todo arriesga en convertirse en cháchara. Esto vale también en “la  política”. Como bien lo estamos viendo en los tiempos que corren.

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