miércoles, 21 de enero de 2015

público y privado

Cada vez me concentro más en ese punto álgido donde público y privado se tocan, se excluyen, se desmienten.

Lo privado se define en la lógica del círculo: es un adentro y supone un afuera que lo cerca, del que se protege y precisa, porque es en relación a él que se define.

Lo público es ese afuera. Ha sido siempre vigilante del prestigio del que sin duda ha gozado  aunque pudo tocarlo también el desprestigio según épocas, culturas. Y en todas ellas, la discusión, la agitación, giró  siempre en torno a la presencia de lo privado en lo público. A sus derechos o sus excesos. A su irrupción. Irrupciones y repliegues: podría leerse, también, la maldita historia bajo esa clave. Una prueba más, si fuera necesario, de la inexistencia  de un necesario progreso. De historia, precisamente. O bien podría leerse esa historia como la de los pasajes, las vías, los medios de pasaje, permitidos, consentidos. Ocasión, no siempre por supuesto, de creatividad, a veces sólo de astucias.

Que el lenguaje es ya presencia de lo público en lo privado no es, a esta altura, novedad. Pero tampoco lo es que eso no “resuelve” la oposición sino que la complejiza, o más aún, la crea en la intimidad del sujeto, aunque no sabemos qué quiere decir “la intimidad del sujeto”. Sería mejor seguir el neologismo lacaniano “extimidad” y tomar nota de que fue necesario un neologismo para violentar un hábito –la representación externo/interno- que cristalizó en la subjetividad y en el lenguaje.

Pero, claro, podría también argumentarse -y es lo que se hace- que ese lazo al lenguaje público, es único, privado, sí, por lo menos hasta cierto punto, en cada sujeto. Con lo cual, en cierto modo, volvemos a foja cero.

Es en esa intimidad, digo aquí deliberadamente intimidad, intimidad del lazo con el lenguaje, que el psicoanálisis no voy a decir que medra, pero sí, seguramente, encuentra su justificación. Chocaríamos ahí con una singularidad indestructible, palabra que preserva en el psicoanálisis un prestigio similar.

Pero esta astucia –una astucia no es una epifanía pero tiene su legitimidad en toda teoría- tiene, ha tenido, su precio: volver a su pesar (el del psicoanálisis) consistente al sujeto.

Toda la fantasmagoría que comanda la vida del sujeto ha quedado referida a su… historia. A su -me disculpo- pequeña historia. Cito, para ir rápido, aunque sea probablemente injusto, y provocador, a Deleuze y Guattari: referida a papá y mamá.

El sujeto recupera todos sus derechos, es esa historia. Su historia. O si se prefiere, su revés. Pero eso, al final de cuentas, no va a cambiar demasiado las cosas. El negativo y el positivo de la  fotografía son lo mismo. Están hechos de lo mismo y sus nombres –como siempre, se dirá, pero es algo más que “como siempre”- es cuestión de convención. El sujeto pasa a  privado. Fórmula por otra parte siempre promisoria en la práctica profesional de los jóvenes psicoanalistas que suelen iniciarse, acéptese la broma, como psicoanalistas públicos.

Se sigue de ello –no es una consecuencia, estrictamente, es la mera continuación de la  frase- que la compostura de los desarreglos de ese sujeto-histórico, de esa historia- subjetiva (el psicoanálisis tendría en este punto más derechos de autoría aún que el marxismo) será tan privada, como lo es aquél sobre quien se la practica.

Se ha abundado en bromas sobre la “escena” analítica, su  penumbra, su ceremoniosidad, que ha podido opacar la de los cultos más establecidos, los resguardos, asegurados, garantizados en un Secreto, que empalidecen los del confesionario.

Se señalan entonces, desde “dentro” del psicoanálisis, las desviaciones, término estrella del leninismo al que Lacan gustaba recurrir, aunque lo subrayó también como el recurso electivo del inconsciente. Aceptemos que las hay, que las hubo. Y más, que el mundo psi… coanalítico ha hecho proliferar un aquellarre de personajes, instituciones, literaturas, publicidad, inagotable. Y hasta se podría “acusar” al discurso capitalista de haberlo “infiltrado” lo cual sería válido si antes no una obviedad. Pero hay en este síntoma y lo es sin duda, el necesario “grano de arena” que es una sustancialización del sujeto contra la que Lacan, hay que decirlo, no cesó de lidiar sin jamás abandonarla.

Foucault no entra porque sí en toda esta historia. Su “muerte del hombre”, y, digámoslo así, de su hijo dilecto, el sujeto, es una intervención política en las tierras sagradas de la filosofía, la historia y el psicoanálisis. Y quien es sacudido con ello no es tanto el sujeto (es nadie, pudo decir el mismo Lacan un poco a la pasada) sino la parafernalia que lo acompañó: el fantasma (eso sí, Fundamental), sus hermanitos menores, (la “jungla fantasmática”), su misma “historia”, o como dijimos, él mismo historia, su futuro, promesa sin la cual un análisis sería lo mismo que nada, y lo que bien podríamos llamar la sujetología ampliada: Complejo de Edipo, hasta un Complejo de Edipo ampliado, valga la redundancia, una moral sexual que aunque forzada a aggiornarse conserva intactos todos sus prejuicios y una apología con sordina a la monogamia y la familia o cuanto menos a lo auspicioso de las relaciones afectivas “estables”.

No podría sorprender el escándalo que significó Foucault en mentes tan proclives a escandalizarse, aún admitiendo su gusto, el de Foucault, o su recurso quizás, al escándalo. Pero admitamos que en cierto modo la intervención de Foucault fue más bien de simplificación: devolver al discurso lo que es del discurso y sólo del discurso. Ese paso de sacrílego implacable que en el mismo golpe que manda de paseo al sujeto lo libera verdaderamente. Lo libera anticipadamente -aunque Foucault es ya uno de sus efectos no deseados- del psicoanálisis. Pero digámoslo mejor, de la  promesa del psicoanálisis que tiene su instrumento, la  transferencia. y que lo sostiene como  ejercicio profesional.

Esto tiene, como nos encanta decir, consecuencias. A Lacan, que no perdió ocasión de ironizar contra la religión comunista, no puede decirse que le haya ido mucho mejor que a Marx en materia de “partidarios”. Nada ha aplanado mejor al marxismo que el humanismo marxista. Su época de oro, por lo demás, vino a coincidir con un estalinismo que ya había cumplido con el tramo más arduo de su “tarea”. El psicoanálisis en cambio nació humanista, quiero decir médico, y aunque desde Freud quiso tomar distancias, el mismo Lacan pudo decir que, no el psicoanálisis, el psicoanalista, es quien tomó el relevo del médico cuando éste fue aspirado por la práctica que le impuso la ciencia y la técnica, en otras palabras, que lo  deshumanizó.

Lo privado, no caven ya dudas, es el nombre de lo sagrado aclimatado a los tiempos que corren. Es por lo que no se perdona a Foucault . Y por el desasosiego que se anuncia tras la objeción al sujeto -de la cual, la dirigida al autor sería casi un cuento para niños, salvo para el niño hambriento de reconocimiento que hay en cada autor.

Si no hay sujeto -es ese el clamor de hoy- a qué dios o demonio encomendarse. 

Y precisamente sujeto es eso: lo que no hay.

Lo privado es ese sujeto, velado y resguardado en su compacta intimidad en los pliegues del significante. Discurso de contrapeso, contracara en verdad, complemento del rostro más visible, del discurso desubjetivante del capitalismo. Queja y refugio. Sueño de la  histérica que hace soñar, también ella tras los pliegues, entrecerrando los postigos al mundo. Refugio donde el obseso hace sus cuentas y rumia sus impotencias. Lo privado es esa tierra firme … y tranquila. Hasta la angustia puede ser tranquila o por lo menos tener su saborcillo, si los vientos del afuera no vienen a perturbar. 

Las “terapias” son el dispositivo co-respondiente a ese sujeto. Su prolongación natural, su puesta en acto. Es notable que Lacan con su invariable agudeza haya definido la entrada de la  neurosis como la positivización del sujeto. Y es lo que hace cultura (también Lacan, y Freud, claro) No vamos a arriesgar la herejía de preguntar si eso es bueno a malo. Lacan la oponía a la “perversión”, una herejía ella, en sí misma, en cuyo solar fueron reunidos “cuadros clínicos” por muchos de los cuales, si el “movimiento psicoanalítico”, él, tuviera un rostro, no haría mal en sonrojarse. La cultura es el culto a ese sujeto positivizado, a ese “espíritu” como se dice.

La transferencia ha sido la tarjeta de admisión del psicoanálisis en la cultura. La corriente, la para todo uso. 
La que se hace, eso sí, con UN y sólo con UN analista aunque pueda ser cualquiera. Podría ser con varios pero por supuesto, no en simultáneo. El verdadero amor no soporta esa dispersión que ni siquiera lo es: el amor es siempre Uno, y lo demás, saltos de carril rápidamente circunscriptos en el rubro del “acting”. No importa mucho si la soberanía de ese amor Único, es la extensión eterna del amor materno o paterno, o es el Uno como tal; digamos, su “precipitado lógico”. Aún si fuera a la inversa: el amor filial precipitado de lo Uno –hipótesis más religiosa hay que decirlo-, el resultado no cambia. 

Pero ése es el sueño neurótico dirá el psicoanalista: démosle al tonto lo que el tonto pide. ¿y qué pide? Pedir. En otras palabras: no respondamos la(s) demanda(s), alojémosla. No podría haberse dado con una fórmula más preciosa de satisfacer, en una, a todas. La sofisticada alquimia no está tan lejos del prosaico “hay que correrlo para el lado que dispara”.

No ha llegado aún la hora en que el Amor Uno, reconozca la deuda que tiene con la práctica terapéutica del psicoanálisis “individual”. Quizás el trasfondo –o la evidencia, más bien- mercantilizado del amor psicoanalítico tuvieron su parte, pero en un mundo sostenido en el “intercambio” eso no debería ser una objeción. Toda la cultura y las instituciones tributarias de ese Amor Uno finalmente le reconocieron su aporte, sin contar el de la variopinta producción del psicoanálisis aplicado.


El psicoanálisis será foucaultiano o no será, dicen que dijo Jean Allouch. Ojalá. Si llegara a ser el caso, la cultura ampliará su amable sonrisa hasta mostrarle los dientes como en los buenos tiempos. Será un buen indicio. 

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