lunes, 10 de junio de 2013

Contra la transferencia.

La transferencia ingresó al psicoanálisis como resistencia. Esto no es ninguna novedad. Lacan lo subrayó reiteradamente. Freud celebró, también lo sabemos, la emergencia de la  transferencia pues pasó a ser, dijo, instrumento fundamental de la cura. Lo fue a través de la interpretación de la  transferencia recurso que como también lo sabemos no hizo más que intensificarla. La transferencia quedó confundida con la repetición – confusión que también Lacan señalaría – repetición en la transferencia del amor edípico. El aquí y ahora de la  transferencia, su interpretación sistemática fue catecismo en el análisis kleiniano pero está en Freud con todas las letras.

Lacan distinguió la transferencia imaginaria de lo real en juego en la transferencia al paso que se deslizaba de un modo imaginario del amor a lo real del amor. La transferencia quedó entonces como un anudamiento que implica al objeto a, y todo eso. Detesto estos recitados de teoría, vicio histórico para entenderse o creer que uno se entiende, pero quizás sirven para ir más rápido hacia donde quiero ir: a esto último se lo puede llamar también transferencia pero sin duda es discurso. Es la fecundidad misma de la  asociación libre y de la  experiencia del análisis, a ras ahora, no de la  repetición de los afectos y los clisés edípicos sino de la  estructura misma o de su falla que en esencia es lo mismo.

El término transferencia ocupó un lugar destacado en los lazos entre psicoanalistas, especialmente en los lazos institucionales en los grupos lacanianos. Por un lado se tomó el término transferencia de trabajo usado una vez por Lacan en el Acta de fundación de la  EFP. Se le dio un uso variado, como condición de la  transmisión, como condición del mismo trabajo – idea de la  institución como centrada en el “trabajo”, que está presente en la misma Acta de fundación. Se dijo que continuaba el “trabajo de transferencia” tras el análisis, ahora con la institución, etc.
No sería ocioso recorrer esas elaboraciones, generalmente guiadas por una necesidad de justificación teórica del orden existente. Pero en los hechos “transferencia” en los grupos, en lo que se llama genéricamente la extensión, es más bien un eufemismo: designa tanto lo que se conoce como transferencia imaginaria o amor de transferencia, simpatías, afinidades, reconocimientos, como las conveniencias compartidas, los intereses (en ese sentido más amplio del término) comunes. En relación a los más jóvenes, transferencia es el reconocimiento hacia el sujeto supuesto saber. La promoción de ese reconocimiento es la  empresa grupal, institucional o unipersonal a la que el campo psi se consagra como pilar de los ingresos económicos. Por cierto eso no tiene nada que ver con el sujeto supuesto saber del psicoanálisis, ni con el sujeto ni con el saber psicoanalíticos. Es otro saber, es el saber universitario que J.A. Miller blanqueó en realidad cuando recurriendo graciosamente a un jueguito de lenguaje dijo que en la extensión el analista tenía que pasar del saber supuesto al “expuesto”. Le agregaríamos para completarle la construcción que también el sujeto supuesto pasa a ser “expuesto” para terminar con el asunto y decir que la transferencia es al señor que sabe y si hay más de uno, al que sabe más (eso más algunas astucias se ordena en pirámide)  Es la transferencia del infeliz neurótico a quien se le da todo el saber que pide y por las dudas un poco más, y por supuesto el amor de  quien se lo dispensa. Es una maquinita que funciona y en la que se cree mucho o poco – con el tiempo cada vez menos – y cuando ya se han avanzado varios peldaños en la pirámide todavía se cree algo,  pero ya de otra manera. Es el gran pasaje en el psicoanálisis lacaniano: del discurso histérico al discurso del amo, de la  ingenuidad neurótica al cinismo canalla.

Es esta transferencia – tanto el  término como su realidad – acomodaticia, complaciente, más bien amorfa y chicle pero eficaz y promovida con precisión y sistemáticamente la que impera en la mayor parte de los grupos.

Esta transferencia se aproximó naturalmente a la idea de privacidad. Y, adelantemos, si hay un origen, un modelo y un paradigma de privacidad, (que por supuesto no excluye a menudo la obscenidad) es la familia.

La privacidad, por supuesto, impera en la consulta privada. “Particular”, así se le dice. Siempre se ha insistido en este punto donde el consenso, notablemente, es absoluto en el mundo psi: la importancia de la  privacidad, opuesta como es lógico a lo público, donde “no es posible el psicoanálisis puro sino tan sólo una psicoterapia”.

Esta importancia de la transferencia privada – porqué no llamarla así – se prolonga a la extensión. La supervisión es también en transferencia; aún en los cursos es conveniente determinado clima que también debe ser transferencial. Hay en el mundo psi una verdadera preocupación por el clima. Y hay una suerte de tensión entre esa preocupación por la transferencia privada o la “transferencia a privado” y la vocación por el número, siempre clave en cualquier política de mercado, en donde lo público acecha. El ideal, el bocatto di cardenale, sería un público privado. Y es esa tensión la que da su colorido para no decir su comicidad a los anuncios psi. No es exactamente un síntoma sino un mero afán por disimular con eufemismos psicoanalíticos una busca desenfrenada de clientela.

Transferencia se asimiló pues a privado y privado a transferencia. Y una y otro implicaron un acto de control y apropiación. Y lo público, inversamente, como un campo siempre en riesgo de volverse incontrolable.

Se hizo equivaler lo público a la masa. Cuando la masa es un discurso y como tal y como se ha dicho reiteradamente, puede funcionar con dos personas. Y el desafío precisamente es si en lo público puede instalarse un discurso que no sea el de la  masa.

El psicoanálisis en tanto discurso y práctica a contrapelo del discurso establecido se aviene mal al psicoanálisis atenuado de la institución.

Tampoco su destino es la erudición. La investigación, la reunión de sabios. El gesto filosófico. Desconfiamos del deseo de saber y preferimos también en la extensión la práctica orientada a poner en juego  el saber del deseo en su genitivo objetivo: saber que reside en el deseo y aún el saber idéntico al deseo. El saber-hablar, no saber como verbo – no, por ejemplo, como se dice, “hablar con precisión” – sino más bien anudado al hablar como sustantivo compuesto, como se dice: el gay-decir. No para extraerlo y conceptualizarlo (en ese pasaje se pierde siempre lo mejor), sino para nada,  es decir para la satisfacción, quizá la más lograda por la libre progresión en su trayecto, que puede esperarse de la  pulsión.nb

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